15.
Cuerpos extraños
—Dem, ¿dónde estás? ¡Contesta, Dem!
Baltar recorría los pasadizos tras un indicio que le indicara por dónde podía haber pasado la niña. El volumen de su voz recorría la escala situada entre «demasiado bajo como para que lo oiga mi nieta» y «demasiado alto como para evitar que llegue a oídos indeseables», cuidando de no traspasar ninguno de los dos límites, a pesar de que el encuentro mantenido con una de las criaturas que moraban en aquellos túneles le llevara a pensar que tales precauciones eran innecesarias.
En dicho encuentro, tras olfatear su rastro y apuntarle con sus antenas, la criatura se abalanzó sobre él, pero al llegar a su altura pasó de largo, continuando su carrera hasta chocar contra una pared. Una vez detenida se agachó de nuevo a olfatear, momento que Baltar aprovechó para cambiar de posición, claramente a la vista pero sin ser percibido en apariencia por su adversario. Todo ello, sumado al hecho de que no aparentaba poseer órganos auditivos ni visuales de ningún tipo, le llevó a pensar que solo contaban con su olfato para orientarse.
Para comprobar su teoría lanzó una piedra cerca d la criatura. No hubo reacción. El horrendo ser hendía el aire con sus antenas, en busca de un rastro que seguir. Más tranquilo, Baltar bajó el hacha y buscó la mano de su nieta para continuar su viaje. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Dem había desaparecido.
—¡Dem! Vamos, cariño, el monstruo ya no está, puedes volver con el abuelo.
Desde aquel momento había forzado sus sentidos en la búsqueda de cualquier pista que le guiara hacia ella, principalmente pequeñas huellas en el barro del camino. Ayudado por su memoria enana, memorizó cada quiebro y desvío que le alejaba de su ruta, esperando poder retomarla y continuar con su encargo una vez localizara a Dem.
Dejó atrás innumerables galerías y cruces indistinguibles, a la máxima velocidad que sus doloridas rodillas le permitían, hasta que una fuerte luz le frenó en seco. Era una luz diferente a la que flotaba con melancolía en los túneles, una luz blanca pura. Su nacimiento estaba situado tras un recodo distinto a los que había visto hasta ahora, ya que aunque el lado abierto hacia él parecía excavado en roca como el resto, el contrario estaba enmarcado por piedras pulidas. Baltar lo afrontó con cautela y cerró los ojos antes de penetrar en el cegador resplandor. Una vez atravesado, sus ojos se abrieron y su mente trató de cerrarse ante lo que observaba.
Es bien sabido que, de todas las construcciones que se pueden encontrar en Vitalis, son sin duda las enanas las más espectaculares. En las cuevas que les sirven de hogar, en el interior de la cordillera de las Fauces, se levantan fortalezas, monumentos y galerías que podrían albergar en su interior a la más grande edificación de cualquier otra raza. En ese momento, Baltar se encontró dentro de una estancia que, en comparación, las convertía en chozas de barro. Hasta donde alcanzaba su vista se extendía un suelo liso de color añil brillante, flanqueado por unas paredes de piedra similar a la caliza pulimentada, con diseños incomprensibles en su superficie que se difuminaban conforme se perdían en el horizonte. Baltar alzó su cabeza buscando el techo y una sensación de vértigo recorrió su cuerpo al no encontrarlo, perdido en una neblina borrosa en el límite de su visión. Retiró la vista, contó mentalmente para tranquilizarse, y volvió a inspeccionar la estancia. Con el cerebro preparado para el impacto sensorial, comprobó que su primera impresión no había sido del todo precisa, distinguiendo ahora el término de las paredes que antes se le antojaron infinitas; lo que, por otra parte, no restaba ni un ápice de magnificencia a lo que continuaba siendo una construcción absurdamente fuera de escala. Enfrente de él, unos colosales monolitos se alzaban siguiendo patrones que le resultaron muy familiares.
Ignorando por un instante la naturaleza de su entorno, retomó su rastreo y observó con alivio que las pequeñas huellas continuaban hasta morir junto a su creadora, que yacía un poco más adelante, hecha un ovillo. Baltar se acercó y le puso la mano en el hombro. Dem saltó ante el contacto, mirándole con ojos brillantes de humedad. Cuando le reconoció, le atrapó en el más dulce abrazo que jamás hubiera recibido.
—Ya está, pequeña —le dijo—. Todo está bien, tu abuelo está aquí.
Así permanecieron unos instantes, una mota de polvo viviente en mitad de aquel inmenso escenario, hasta que sus corazones se tranquilizaron mutuamente.
—Lo siento, abuelo, no quería correr, pero ese monstruo me asustó. Lo siento, lo siento mucho.
—No pasa nada, pero no debes volver a hacerlo; pase lo que pase, no te separes de mí, ¿de acuerdo? Jamás te separes de mí.
—No lo haré, lo prometo.
—Muy bien. Ahora, será mejor que salgamos de aquí. Los túneles no me gustaban, pero este sitio me da escalofríos.
—¿Qué es, abuelo? ¿Dónde estamos?
—Ojala lo supiera, cielo.
Guiándola de la mano, Baltar desanduvo el camino hacia la abertura que le había transportado a ese mundo irreal y que, observada desde aquel lado, se asemejaba a un agujero excavado en la pared.
—Abuelo, ¿qué son esas cosas? —preguntó su nieta señalando los monolitos que se erigían en el interior de aquel desconcertante paisaje.
—No lo sé, Dem. Tampoco nos concierne.
Siendo ambas afirmaciones mentiras piadosas para proteger a su nieta de la inquietante realidad, la que su intuición de orfebre había desentrañado a partir de la familiaridad que sus alineaciones despertaban en él. Sillas —pensó—; sillas alrededor de una mesa. Apuró el paso, ansioso de regresar a los túneles y lidiar con sus escalofriantes moradores, antes que con los propietarios de tan fantástico mobiliario.
Con su nieta de vuelta, Baltar retomó la ruta hacia su cada vez más anhelado destino. Durante el camino se cruzaron de nuevo con algunas de aquellas criaturas, sobresaltándose la niña con cada una de ellas. Su abuelo trató de hacerlas parecer menos amenazantes tirando piedras a sus pies, siguiéndolas durante algunos trechos dando palmas o haciéndoles muecas burlonas cuando pasaban a su lado. Progresivamente, Dem cambió su recelo por una relajada jovialidad cuando veía aparecer alguna.
Así continuaron hasta que en uno de sus giros dirección este-noreste se sorprendieron al encontrarse con una puerta. Baltar estudió su superficie: era sin duda de construcción humana, algo extraño en aquel lugar. La madera estaba un poco abombada debido a la humedad y la falta de luz, pero era sólida. La cerradura resistió sus intentos de abrirla, pero el marco no hizo lo mismo ante su hacha: horadándolo alrededor del cerrojo, accedieron a un interior iluminado por una suave luz de procedencia desconocida. Tras su última experiencia, esta habitación resultaba decepcionantemente vulgar: no más grande que una sala humana estándar, con las paredes recubiertas de suelo a techo por estanterías repletas de libros y estuches de madera. Baltar sintió su corazón acelerarse cuando se dio cuenta de que habían alcanzado su destino.
Desarrugó el papel con la descripción del sello: la figura de una especie de lagarto con alas y cola acabada en punta. Comenzó a registrar los estantes en su busca, mientras una entusiasmada Dem extraía un enorme libro de una de las baldas inferiores. Cayendo bajo el peso del inmenso tomo, desplegó la cubierta utilizando ambas manos y examinó maravillada su interior.
—Abuelo, mira —dijo mientras señalaba uno de los dibujos—. ¡Monstruos!
—Ya lo veo, cariño —contestó Baltar sin interrumpir su registro—. Muy bonito.
—¡Ay! —gritó la niña. Baltar abandonó la estantería para sentarse en el suelo junto a ella y el enorme libro abierto—. ¿Qué te ha pasado? —le preguntó.
—Ese monstruo me ha mordido —contestó Dem agarrándose el índice.
—No digas tonterías, cariño, te habrás cortado con el borde del papel. Déjame ver. —Dem descubrió el dedo, sobre el que se estaban formando cuatro pequeñas perlas rojo brillante. Baltar se giró hacia el libro y observó que ahora yacía cerrado, protegiendo su interior tras una sobria portada de agrietado cuero negro.
—Dem, será mejor no tocar nada, ¿vale? —dijo a su nieta mientras con un pie arrastraba el ominoso volumen a un rincón—. Vamos a jugar a un juego, ¿ves este dibujo? Pues tenemos que encontrar uno igual en alguno de estos estuches. Tú busca en las estanterías de abajo pero no toques nada, ¿de acuerdo? Solo mira.
—Vale —contestó la niña, chupándose el dedo herido.
La búsqueda se prolongó durante algún tiempo hasta que, con un grito triunfante, Baltar localizó el objetivo de su misión. Era un estuche cilíndrico, sellado y con el dibujo grabado en su superficie. Aprovechó la cuerda que poseía para colgárselo al cuello y transportarlo con más facilidad.
—Muy bien, cielo —dijo cogiendo de la mano a su nieta—, ahora vamos a regresar y todo estará… bien.
Al girarse, Baltar descubrió que ya no eran los únicos ocupantes de la habitación. En la puerta se concentraba un numeroso grupo de criaturas, que movían curiosas las antenas alrededor del extraño agujero abierto en su guarida. En los túneles, ciegas, sordas y paseando en solitario, eran fáciles de despistar; en manada y dentro de aquella habitación la situación era bien distinta.
Baltar retrocedió hacia un rincón haciendo de pantalla protectora delante de su nieta. Las criaturas comenzaban a internarse en la estancia, sin dejar de recorrer con las antenas toda superficie a su alcance. Trató de pasar entre ellas, pero la alta concentración de miembros y su errático deambular lo hacía demasiado arriesgado. Pasó a calcular cuánto camino podría recorrer antes de tocar a alguna, y cuanto más le llevaría despistarlas. Debía decidirse deprisa, ya que cuanto más tiempo pasaba mayor era su número y menor el espacio que les separaba.
Mientras trazaba mentalmente una itinerario de huida, su pie tocó en el libro tirado en el suelo. Su presencia originó un nuevo plan en su mente: lo arrastró al rincón más alejado de la puerta, lo abrió y sacó el pedernal de su bolsa. Lo acercó al inflamable papel y comenzó a entrechocarlo contra la hoja de su hacha, buscando la chispa.
Algunas de las criaturas que ocupaban el centro de la habitación reaccionaron ante las volutas de humo generadas por los chasquidos, olfateando en su dirección. Acuciado por la urgencia, Baltar aumentó la fuerza de los impactos, hasta que unos agujeros de borde incandescente brotaron en las páginas. Los agrandó soplándoles, consumiendo más y más papel hasta que por fin surgió la preciada llama. Cuando se aseguró de que su aliento no era necesario para la supervivencia del fuego, retrocedió a la esquina adyacente con su nieta en brazos.
—Procura no respirar profundamente, ponte la camisa por encima de la boca y agáchate —le susurró al oído.
Ambos siguieron las instrucciones mientras la estancia se llenaba de humo. Las criaturas alzaron sus antenas al unísono y avanzaron hacia su origen. Baltar se deslizó por la pared contraria, lo más alejado que podía de ellas. Por suerte, aquellos seres parecían más curiosos que asustados ante la presencia del humo. Justo cuando alcanzaban el umbral, la última de las criaturas se unía a sus compañeras en el interior de la sala. Baltar salió al corredor y cerró la puerta con un potente empujón, encajándola en el marco. Con alivio, confirmó que el túnel estaba desierto.
—Estamos a salvo, cariño.
Baltar se apoyó sobre el hacha y purgó el humo de sus pulmones con una tos seca. La experiencia en el interior de la habitación le había alterado los nervios, y sentía en las zonas de su cuerpo expuestas al aire el correteo de insectos invisibles. Recorrió esas zonas con su mano, borrando la fantasmal sensación. Cuando le tocó el turno a su cabello notó un pequeño contacto que se desvaneció instantáneamente. Un acto reflejo le hizo mirar hacia arriba. Adherida al techo, boca abajo, una de las criaturas examinaba con sus antenas el cuero cabelludo de Baltar. Éste las apartó de un manotazo y alzó su hacha, cuando la criatura abrió la boca y le cayó encima.
El ataque le dejó tumbado e inmovilizado bajo el peso de su repulsivo atacante, a excepción de sus manos. Baltar trató de empujar la hoja de su arma hacia la cabeza de la criatura, pero los carnosos apéndices que componían su boca la envolvieron como un pulpo inmovilizando a su presa. De entre tan peculiares mandíbulas surgía una viscosa lengua gris, que se contoneaba sobre su congestionado rostro. Bajo su cuello, las patas de la criatura rascaban la camisola de cuero del enano, buscando acceso a su carne.
Trató de liberar el hacha pero no disponía del sitio necesario para hacer palanca, así que tras varias intentonas infructuosas decidió soltarla. El arma quedó prisionera entre las flexibles mandíbulas de la criatura, con el filo apuntando hacia ella. Baltar se incorporó todo lo que pudo hacia su enemigo, le rodeó la cabeza con los brazos y, girando el tronco, tiró hacia abajo con todas sus fuerzas. Al golpear el suelo, el hacha se incrustó en la cabeza de su agresor, separándola en dos mitades casi idénticas y llenando el ambiente de un olor nauseabundo.
Baltar rodó fuera del peso del ahora cadáver para ponerse en pie y descubrir que una de sus rodillas había sido afectada por el ataque. Cargando su peso en la menos mala, desencajó el hacha y lo usó como bastón. Dem le ayudó situándose bajo su otro brazo.
—Estoy muy orgulloso de ti, cariño, has sido muy valiente —le dijo—. Ahora, salgamos de este maldito lugar.
Con la ayuda de sus dos improvisados apoyos, Baltar emprendió renqueante el camino de vuelta. Los túneles parecían más despejados tras la concentración de criaturas en la habitación, lo que les facilitaba el avance. Empezaba a encarar el regreso con optimismo cuando una explosión a sus espaldas desplazó una masa de aire caliente en su dirección.
—¿Que ha pasado, abuelo?
—No lo sé, pequeña. Parece que procede de donde venimos.
Probablemente la puerta de la habitación haya reventado por el calor —pensó, antes de que un estremecedor chillido llenara el vacío dejado por la explosión.
—¡Abuelo!
—Chhsstttt, tranquila. Seguramente será el grito de esas criaturas al morir.
Pero no lo era, estaba convencido. El cuerpo de los insectos era incapaz de contener el aire necesario para generar ese volumen. Lo que habían oído era algo nuevo, y no parecía complacido ante su presencia.
—Sigamos, Dem. Deprisa.
Intentó acelerar la marcha pero fue imposible, su rodilla estaba inflamándose y la notaba prieta contra el pantalón. Su hacha quedaba un poco baja como bastón para permitirle llevar un buen ritmo y, aunque agradecía de todo corazón los esfuerzos de su nieta, si dejara caer más peso sobre ella la aplastaría.
El grito resonó de nuevo en los túneles, estremeciéndoles. ¿Ha sonado más cerca? —pensó Baltar.
El simple contacto con el suelo provocaba explosiones de claridad tras sus párpados. Su cuerpo estaba adquiriendo la misma rigidez que la pierna herida.
Otro grito. Éste no dejó lugar a dudas respecto a la distancia.
Nos está persiguiendo, maldita sea mi suerte.
Su cuerpo cedió al dolor y cayó. La tierra del suelo se le ligó al sudor del rostro. Con la ayuda de su nieta, Baltar se incorporó para inspeccionar su rodilla, pero era imposible siquiera rozarla sin que el dolor le paralizara.
El grito atronó una última vez, anunciando la entrada de su originador en la galería. Baltar observó cómo unos tentáculos gruesos como su cuerpo se agitaban en el aire y paredes cercanas, arrastrando a una informe masa de carne cubierta de ojos sin párpados y bocas repletas de colmillos.
—¡Mira abuelo, es el monstruo del libro! —gritó Dem con una mezcla de miedo y excitación.
Baltar consiguió ponerse en pie, pero su pierna apenas soportaba ya su peso. Basculando hacia la extremidad sana, miró el lento avance de la bestia, que se movía por el pasillo como un enorme trozo de comida a medio digerir recorrería un intestino. Se giró hacia el túnel a sus espaldas y calculó el camino que les restaba por recorrer. Era imposible que lo lograran; juntos, al menos.
Se desprendió de la cuerda del estuche y la pasó por la cabeza de su nieta, colocándoselo a modo de collar.
—Dem, escúchame muy atenta, ¿de acuerdo? —La cogió por los hombros para que le prestara atención—. Memoriza esto: derecha, derecha, izquierda, derecha. Fácil, ¿verdad? Repítelo.
—Derecha, derecha… Izquierda, derecha —dijo la niña.
—Derecha, derecha, izquierda, derecha —coreó Baltar—. Y la derecha es…
Dem levantó su mano derecha en respuesta.
—Perfecto, cariño. Vamos a hacer una cosa: tienes que salir corriendo, tan rápido como puedas. —Baltar señaló un poco más adelante—. Cuando veas el primer cruce, allí, tienes que ir a la derecha, ¿de acuerdo? En el segundo, otra vez a la derecha. Tercero, izquierda, y cuarto, derecha. Derecha, derecha, izquierda, derecha. ¿Lo has entendido?
Dem asintió.
—Pero me dijiste que no me separara de tí.
—Lo sé, cielo, pero no hay más remedio. Vamos, obedece y vete.
—¿Pero por qué, abuelo? ¿Tú qué vas a hacer?
—No te preocupes por mí, enseguida te alcanzaré. Tú haz lo que te he dicho y saldrás de aquí. Verás a Brad y a la elfa, ¿no te gustaría volverlos a ver?
Dem asintió de nuevo. Baltar le besó la frente.
—Pues haz lo que te digo, ¡corre!
La niña dio un último vistazo a su abuelo y al horror que se aproximaba y echó a correr. Él contempló su coleta rebotando sobre la espalda al ritmo de la carrera, hasta que torció a la derecha y desapareció de su vista. Tras él, a una distancia cada vez más escasa, el engendro proseguía su perezoso avance. Baltar empuñó el hacha y enderezó su postura, encarándole.
Por lo menos al fin dejarán de dolerme las rodillas —pensó mientras su enemigo recorría los últimos metros que les separaban.
Dem se afanaba en su carrera cuando un nuevo grito le hizo girarse. Aunque no podía asegurarlo, le había parecido distinto a los que había escuchado antes.
—¿Abuelo? —preguntó con un hilo de voz. De los canales solo le llegaba silencio. Vaciló entre volver o continuar, hasta que una descarga de pánico le espoleó a reanudar su carrera hacia la siguiente intersección, donde giró a la izquierda y apretó el paso.