28.
Conflicto
… trató de detenerlo pero la mano aferró la hoja desnuda, perdiendo los dedos en el momento en que ésta se impulsó hacia delante y le atravesó el corazón, empujándole junto a un joven que trataba de sacudirse el acoso de dos soldados desviando sus golpes con una estaca cuando la cabeza de uno de ellos se desgajó en dos mitades por la acción del hacha cuyo dueño cargó contra el segundo soldado, dándole espacio al joven para encajarle un estacazo en la mandíbula inferior y partirla en tres pedazos, mientras un hombre marchito con la oreja colgando de un hilo de carne se aferraba a él y hundía sus escasos dientes en un trozo de cuello no cubierto por la cota de mallas, manteniendo la boca alrededor de la copiosa hemorragia hasta que una oleada de flechas les atravesó a ambos, pecho y brazo al anciano, ojo derecho al guardia, salpicándole en la cara y cegando así a un combatiente con la camisa estampada en barro y sangre que intentaba eludir a un grupo de soldados corriendo entre la multitud, alabarda en ristre, segando trece vidas a su paso y convirtiéndose en el blanco de las iras de cuantos contemplaron la acción, que se abalanzaron sobre ellos y los hicieron desaparecer bajo un furioso amasijo de cuerpos ahogando sus gritos con manos, palos y piedras en un salvaje linchamiento abortado por salvas de virotes hostigando a amigos y enemigos por igual, despejando el terreno para el avance de una mesnada de termienses y khusianos sobre los ballesteros aprovechando la temporal indefensión que les suponía el recargar las armas, seguidos de ciudadanos con cualquier rastro de humanidad borrada de sus desencajados rostros, al tiempo que…
La cordura había abandonado la pista de justas, cuyo suelo iba adquiriendo tonalidad granate conforme se empapaba de la sangre derramada. La explosividad del conflicto hacía imposible que algo parecido a una estrategia se estableciera, durante unos primeros compases sustentados por odio reprimido durante años. Los combatientes hundían sus armas en cualquier cuerpo cercano, sin distinguir bandos en su sangriento frenesí, y en esos aciagos instantes se produjeron la mayor parte de las bajas.
Conforme descendía el número de sus componentes, las facciones reorganizaron filas, en líneas de contención frente a su Monarca y las entradas a palacio los hombres del Rey, y en pelotones distribuidos por casas y reforzados por improvisados milicianos los insurgentes. En pleno eje de la contienda, Darigaaz de Rhean, embutido de pies a cabeza en su armadura de motivos draconianos, arengaba a los suyos. Alzaba y bajaba sin cesar su espada rúnica, y no había descenso que no se cobrara al menos un miembro o vida enemiga e inflamara así la moral de sus simpatizantes, convencidos del respaldo de los dioses a su líder.
Los soldados cedían cada vez más terreno ante el ímpetu de los rebeldes y, tras ellos, el Rey y sus nobles emprendían la retirada hacia palacio. Su Majestad observaba con preocupación la batalla mientras cabalgaba.
—El frente no aguantará mucho tiempo, debemos atrincherarnos en el castillo.
—¿Ordeno retirada, señor? —dijo el comandante, cabalgando a su lado.
—No, su sacrificio nos dará tiempo a organizar las defensas; si lograran alcanzar los muros con demasiada presteza nos veríamos comprometidos. Una vez atravesemos las puertas ordena que las sellen: aunque en campo abierto puedan presentarnos batalla, un asedio es cosa bien distinta.
—Así se hará. —Brein dudó antes de añadir—. Majestad, sobre vuestro hijo…
—No ahora, ni después; puede que nunca. —Alzó la cabeza al atravesar la puerta del muro interior para gritar con todas sus fuerzas—. ¡Cerrad las puertas, bajad el rastrillo!
Elandir reconoció la voz de su Majestad en la perentoria orden. Abrió los ojos y observó la habitación desde un ángulo extraño: a la derecha de su campo visual se alzaba un suelo perpendicular en el que continuaba tendido el cadáver de Dunrel, con la mitad del rostro sumergido en la sangre que encharcaba su contorno y descubría en su recorrido diseños ocultos en la superficie de las piedras. Desafiando las leyes de la física, el causante de su desvanecimiento flotaba horizontalmente por la habitación, manipulando los tornos entre un estruendo de cadenas moviéndose sobre raíles. Elandir se incorporó y, al recuperar su cabeza la verticalidad, se restableció la perspectiva del entorno.
—Ah, ya estás despierto —le dijo Agural sin dejar de operar el mecanismo—. Si fuera tú evitaría levantarme: la herida buscaba incapacitar, no matar, pero la pérdida de sangre podría intensificarse, sobre todo si persistes en tu intención de atacarme.
Elandir no contestó, concentrado en que la vida dejara de escapársele por la brecha abierta en el pecho y evitar así acabar como Dunrel.
—Sé lo que estás pensando —dijo el elfo oscuro siguiendo su mirada—, pero fue él quien se lo buscó. El doble juego le salió mal y también él subestimó mis habilidades en combate. —Bajado el rastrillo, Agural bloqueó los tornos y se acomodó en uno de los ventanucos para observar el exterior—. Da igual lo que puedas pensar de nosotros, no tomamos una vida a no ser que se nos obligue.
—¿Qué está pasando ahí fuera?
—El destino —sonrió su agresor—. Puedes contenerlo un tiempo, pero tarde o temprano reanudará su avance y te arrollará si te interpones en su camino.
—Poética forma de justificar un genocidio.
—No justifico nada, lo que sucede hoy está más allá de cualquier juicio humano. Último aviso, detén tu empeño.
Desoyendo la advertencia, Elandir comenzó a avanzar, arrastrándose pesadamente contra la pared.
—Tantas molestias, tantos planes, ¿para qué? —dijo con la voz entrecortada por el esfuerzo—. ¿Qué importa a un elfo oscuro la justicia de los humanos?
—Sólo un suicida menospreciaría el poder que los humanos están alcanzando en esta tierra —contestó él con un ojo en el exterior y otro en su debilitado oponente—. Su superioridad sobre el resto de razas comienza a ser tan abrumadora que hace peligrar el equilibrio, una opinión que vuestro padre comparte.
Elandir sintió ante aquellas palabras un dolor más punzante que el de la puñalada.
—Supongo que por ello me habéis tratado con tanta deferencia, como gesto de buena voluntad hacia él. —Un esputo sanguinolento descendió por un hilo de saliva de su boca al suelo—. De ahí que en vez de matarme directamente y robarme las llaves, requirierais los servicios de una de mi raza.
Agural abandonó la vigilancia para mirarle burlón. Los contornos de su figura se difuminaron para ser sustituidos por unos más curvos y agradables a la vista.
—No oí ninguna queja por vuestra parte cuando os quité la ropa —rio Agural con la voz y forma de Kerajêen.
El orgullo de Elandir estaba recibiendo un severo correctivo aquella tarde.
—Si no hubiera estado distraído, cansado o herido cada vez que te veía, no me habría costado mucho descubrirte, a pesar del perfume que usabas para enmascarar tu olor.
—O quizás las fosas nasales no te funcionaban correctamente, al concentrarse toda la sangre en otro lugar de tu anatomía.
—¿Y ahora qué? —Se apoyó en la pared para tomarse un descanso en su lastimero avance—. ¿Esperas a que vuestros hombres masacren a los guardias y, una vez cerca de los muros, abres las puertas?
—Bien expuesto —contestó el elfo oscuro mientras observaba de nuevo el exterior—. Por el aspecto de la batalla, no debe quedar mucho.
—Tiempo suficiente —dijo Elandir separándose de la pared y tambaleándose hacia su enemigo, daga en mano— para que acabe contigo.
—Deberías reconsiderarlo, nuestro anterior encuentro demostró que no eres rival para mí, y eso fue antes de perder una generosa cantidad de sangre.
—No necesito vencer, ni siquiera salir vivo de esta habitación: me conformo con mantenerte ocupado mientras tus amigos son masacrados a las puertas de su triunfo.
Elandir se lanzó hacia su contrincante, que lo esquivó con facilidad. Con un chasqueo fastidiado, Agural mostró su aguijón.
—Sea pues, si tan ansioso estás de hacerle compañía a tu amigo no seré yo quien se interponga.
En los jardines, la masacre continuaba. La mayoría de los improvisados milicianos, con el cuerpo recubierto únicamente por algodón y lino, habían sucumbido al acero de los acorazados guardias o pasado a la retaguardia. Por su parte, las tropas leales a Darigaaz, Termienses, Khusianos y Lewenios, mantenían un aceptable porcentaje de bajas. Sus filas se mantenían juntas y hostigaban las murallas humanas que el enemigo había dispuesto en su camino. Las malas noticias les llegaban en forma de granizadas de virotes y flechas, cuyas trayectorias parabólicas nacían en lo alto del muro interior y cosechaban órganos y vidas en su descenso.
—Esos proyectiles van a diezmarnos antes de poder poner un pie en el castillo —dijo Darigaaz a Heken, mientras con su espada quebraba los mástiles de las alabardas que frenaban su avance.
—Deberíamos aprovechar nuestra superioridad y cargar por el centro mientras las alas nos protegen con sus escudos —contestó a gritos el jefe de armas.
—Es una buena opción. Organiza la cobertura, yo mantendré la presión en el frente.
—Espero que las puertas se abran, o seremos alimento para cuervos.
—Se abrirán. Concentrémonos en nuestra parte y dejemos a nuestros aliados hacer la suya.
El combate se desplazaba hacia las murallas del castillo, marcando su recorrido con un reguero de despojos sanguinolentos, la mayoría aglomerados allí donde se originó la revuelta. Entre los cadáveres esparcidos por el campo de justas rondaban familiares y amigos de los combatientes, enfrascados en la penosa tarea de buscar caras conocidas. Rodeado por un mar de lamentos e imprecaciones, Madt trataba de reanimar a Ilargia.
—Por favor, no me hagáis esto. —Sus manos bombeaban rítmicamente el pecho del, a primera vista, indemne cuerpo—. Vamos, princesa, hemos pasado demasiado para que acabéis así.
Posó los dedos sobre el cuello de la mujer, buscando signos de vida en vano.
—No os saqué de aquella celda para dejaros morir. Lanzaron un ejército tras nosotros y sobrevivimos, nos capturaron y escapamos; somos supervivientes, chiquilla, vos y yo.
El sudor recorría su rostro hasta acumularse en la punta de la nariz, donde el rítmico movimiento lo liberaba sobre la inexpresiva cara de la joven. La desesperación desincronizaba el compás de sus bombeos, hasta que fueron sustituidos por secos golpes de puño.
—¡Vamos, Ilargia, arriba! ¡Arriba, maldita sea! No podéis acabar así, no después de todo lo que hemos pasado. Esta no es vuestra lucha, no debí mezclaros en ella, ni dejar que usarais vuestros poderes. No debí perderos tan pronto. No debí…
Derrotado, Madt se dejó caer sobre el cuerpo, sintiendo cómo el calor lo abandonaba. Apartándole el cabello, le besó la frente mientras articulaba su despedida con un hilo de voz.
—Adiós, princesa. Debería haber sido yo.
Sabía que era extrañado en la batalla, pero se resistía a dejarla allí como un cadáver entre muchos. La cogió en brazos para transportarla a la tienda de Termin. Conforme avanzaba, el cuerpo de ella se le antojó cada vez menos pesado, y la frialdad parecía atenuarse. La devolvió al suelo, pegó la oreja contra su pecho y los ojos se le humedecieron al notar un reconfortante latido. Le envolvió la cara con las manos y la besó. Un resplandor azulado le envolvió, erizándole la piel y llenando el aire de aroma a tormenta. Mantuvo sus labios sobre los de ella, hasta que un espasmo sacudió el cuerpo de Ilargia al hinchársele los pulmones en una profunda inspiración.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó con suavidad al abrir los ojos.
—Lo conseguisteis, chiquilla. —Madt la observaba con exultante alegría en los ojos—. Le revivisteis, y yo os he revivido a vos.
—Oh. Me pareció que soñaba, creí notar… —dirigió la mirada hacia la pista y la apartó enseguida, horrorizada por la carnicería—. ¿Dónde me lleváis?
—Fuera. Habéis hecho vuestra parte, la batalla acabó para vos.
—Pero me necesitan, debo ayudarles. —Ilargia trató de levantarse y andar por sí misma.
—Estáis muy débil, casi morís. —Madt le pasó el brazo bajo el hombro para ayudarla—. En vuestro estado no podríais curar ni un rasguño.
—Una condición propicia para un duelo justo —dijo Grillete, saliendo de la tienda a recibirles—. Me satisface que la dama sobreviva, pero no supondríais que un cazarrecompensas de mi grado extraviaría su trofeo.
—No digas tonterías, todo ha terminado. —Madt señaló a la lejana batalla—. Su Majestad tiene preocupaciones más importantes que tu piojoso encargo.
—La compensación es irrelevante, la sangre exige retribución. Abandonad a vuestra compañera y aprestaos a responder por el mío. —La espada del cazarrecompensas reflejó con ansia la luz del atardecer al abandonar la oscuridad de su funda.
La situación empeoraba por momentos: no importaba la forma en que embistiera o las tácticas que empleara, su contrincante las neutralizaba sin aparente esfuerzo. Por mucho que a Elandir le costara asumirlo, Agural había expuesto un hecho irrefutable: era muy superior a él. Mientras recuperaba el aliento malgastado en la última acometida, su adversario le aguardaba henchido de confianza, la mano izquierda adelantada mientras con la derecha ocultaba el estilete tras su espalda, en espera del momento oportuno para dirigirlo contra su rival. Éste amagó un ataque por la derecha para, antes de terminar el golpe, fintar hacia el muslo. Agural ladeó el cuerpo y la daga rasgó el aire una vez más. Sus escasas fuerzas impidieron a Elandir compensar la inercia del movimiento y quedó inclinado sobre su oponente, que le agarró el cabello y le echó la cabeza hacia atrás, arañándole la mejilla con su arma.
—Tus esfuerzos son inútiles: tan pronto vea que mis compañeros se aproximan, finalizaré esta parodia de combate y abriré las puertas. —El estilete hizo brotar un hilillo de sangre que bajó hacia la garganta—. Y por mucho que pueda afectar a tu padre, no dudes que acabaré con tu vida si me obligas.
Como respuesta, Elandir levantó con rabia la daga hacia Agural, que saltó hacia atrás, liberándole.
—Como quieras; de todas formas, no seré yo quien le dé la noticia —dijo el elfo oscuro, incitándole al quite.
Elandir avanzó lentamente hacia su adversario, trazando con su hoja espirales en el aire entre ellos, buscando una apertura en su guardia. Agural le correspondía con movimientos espejados de su mano libre, tratando de capturarle el arma mientras retrocedía, cauteloso.
—Me he divertido, pero debemos concluir nuestro baile —le dijo sin dejar de sonreír—. Además, empieza a ser aburrido; con sinceridad: ¿cómo pretendes…?
Elandir lanzó un ataque a mitad de la frase que contestó su rival saltando de nuevo hacia atrás y esquivándolo con facilidad. Pero algo cambió esta vez, ya que la expresión de autosuficiencia se desvaneció cuando su pie no se estabilizó correctamente, resbalando sobre el a priori firme suelo. Agural buscó el motivo y lo encontró en el rastro húmedo que había dejado al deslizarse sobre la sangre que escapaba del cadáver de Dunrel. Con reflejos felinos, se equilibró de nuevo y retornó la atención hacia Elandir, pero éste ya saltaba sobre él. El impacto le derribó, golpeándose la nuca con el torno antes de estamparse contra el suelo y sentir cómo el peso de su enemigo lo inmovilizaba.
—Con la ayuda de un amigo, así es cómo —dijo Elandir mientras con la daga perforaba el estómago de Agural y rajaba sus entrañas.
A pesar de que aquella batalla parecía ganada, Darigaaz observaba los muros de palacio con preocupación.
—Esos arqueros nos están masacrando —dijo Heken a su lado—. Debemos retroceder y buscar refugio.
—No, si lo hacemos estaremos perdidos. —Ambos hombres se protegían tras sus escudos de los mortíferos proyectiles—. No contamos con las tropas o los materiales necesarios para un asedio, debemos atacar ahora.
—Pero las puertas están cerradas. Si nos lanzamos contra ellas lo único que lograremos será una muerte temprana.
—Se abrirán, debemos tener fe en que así será. Debes tener fe. —Darigaaz levantó la espada y miró a su alrededor—. ¡Hombres libres de Vitalis, oíd mi llamada! Nuestro triunfo nos aguarda: carguemos contra el símbolo del poder que durante años nos ha oprimido, y derribémoslo sobre las cabezas de los que nos tiranizan. Que sus cadáveres cimenten nuestra libertad.
La soldadesca cercana alzó entusiasmada las armas en respuesta. Darigaaz, llevado en volandas por la energía que se respiraba, lideró entre una lluvia de flechas la acometida contra las cada vez más cercanas puertas.
Se abrirán, deben abrirse —pensaba mientras la distancia que les separaba de su objetivo se acortaba con rapidez. Sobre los muros, los soldados se apiñaban alrededor de la entrada, apoyando sus ballestas sobre las almenas para saludar la inminente llegada del enemigo.
Pero sus dedos no llegaron a apretar los gatillos. Su atención fue reclamada por un extraño punto de luz que apareció detrás de los atacantes y comenzó a crecer en un aire cargado de electricidad, con relampagueantes descargas enrollándose sobre sí mismas más y más deprisa cada vez, más y más brillantes. Los asaltantes habían frenado la embestida y también miraban a la ahora gigantesca bola cuando, con una explosión muda, la concentración de energía perdió su forma y se expandió en todas direcciones, desvaneciéndose y dejando en su lugar una imagen de pesadilla: un gigantesco lagarto que se alzaba sobre las patas traseras, con la boca abierta en un escalofriante rugido mientras su cola barría cuerpos y construcciones en su distraído balanceo.