21.
El Rey III
La sala de celebraciones lucía imponente aquella noche. Al fondo de la estancia se habían dispuesto las mesas que, en unos instantes, serían surtidas de las innumerables viandas preparadas para la cena homenaje a los futuros novios. Hasta que ese momento llegara, los invitados de palacio, en sus mejores galas, formaban un círculo alrededor del escudo de armas de su Majestad, situado en mitad del enlosado. Se habían dispuesto de forma que a cada hombre siguiera una mujer y viceversa, y aguardaban en un ambiente distendido.
En el fondo opuesto, los músicos cogieron sus instrumentos y una alegre tonada llenó la estancia, acallando los cuchicheos. Cuando el primer arreglo finalizó, todos los componentes del círculo humano se giraron, extendieron sus pies a la derecha y, con un movimiento de cadera, desplazaron al unísono todo su cuerpo en dicha dirección. Siempre al compás de la melodía, alargaron después su extremidad izquierda y recuperaron la posición original. Esta maniobra se repitió varias veces, con gran alegría entre los participantes, compuestos por los ciudadanos, cortesanos y nobles más importantes de la ciudad, incluyendo por supuesto al mismísimo Rey que, con una dama representante de la más alta nobleza a cada lado, seguía el ritmo de la música con una gracia y naturalidad pasmosa para alguien de su talla. El baile se prolongó durante un buen rato hasta que al fin los músicos enderezaron los instrumentos, la música cesó y los participantes se agasajaron con un discreto aplauso.
Antes de que la banda enlazara la siguiente pieza, el Rey se excusó con sus parejas y buscó una educada salida del salón, pero no pudo evitar que su retirada fuera constantemente interrumpida por asistentes, deseosos de agradecerle la invitación, felicitarle por la boda o, los menos, comentar otro tipo de asuntos.
—Ah, majestad, permitidme que os felicite. Una fiesta estupenda.
—Sin duda, y aún no habéis disfrutado del banquete —contestó el Monarca, mostrando su sonrisa de eventos sociales.
—Viniendo de vos, no me cabe la menor duda de que será magnífico. —El hombre que le hablaba, un individuo que pasaba la cincuentena, de rostro picado por la viruela y rictus severo, le puso la mano en el codo, una velada manera de impedir la fuga del monarca. El Rey reprimió el impulso de sacudírselo de un manotazo y le atendió con calma. Se trataba de Usmen Bayani, uno de los más importantes nobles del reino, poseedor de tan vasta cantidad de títulos y tierras, que se permitía familiaridades con su persona que a pocos se le pasarían por la cabeza—. Veo que toda la nobleza ha acudido hoy a palacio —continuó—, y veo también ciertos rostros que no esperaba encontrar en tan distinguido evento.
El Rey anticipó con disgusto un nuevo capítulo de la interminable lucha de poder entre nobles y burgueses. Los primeros se sentían amenazados por la creciente influencia de los segundos, e intentaban por todos los medios hacerlos de menos a ojos del Monarca.
—Su eminencia me confunde —contestó a su invitado—, pues no cabe en mi cabeza la idea de permitir la entrada a palacio a alguien que no lo mereciera, ya sea por su valor personal o por los servicios prestados a esta ciudad.
El noble arrugó el rostro.
—Los mortuorios también hacen un gran servicio, recogiendo en sus carros los cadáveres que amanecen en las calles, y no veo a muchos de ellos en vuestras recepciones.
—No seamos injustos, recordad que la ampliación de la muralla fue costeada por el gremio de mercaderes, y que gracias a dicha construcción la ciudad se mantuvo protegida durante una época especialmente belicosa.
—No niego que su dinero sea bienvenido, es su persona lo que encuentro detestable. Fijaos: no poseen la gracia que exige la pertenencia a nuestra estirpe; sus modales, sus gestos, todo en ellos delata que no están educados ni preparados para estos ambientes. Son unos simples buhoneros venidos a más.
El Rey trató de bajar el tono de su invitado alzando las manos.
—No se pretende regalar títulos ni castillos a quien no lo merezca, solo agradecerles el servicio prestado al reino permitiéndoles asistir a una fiesta.
—Lo que está bien, siempre que entiendan que es el carácter excepcional de estas celebraciones lo que les permite hoy codearse con quienes son claramente sus superiores el resto del año.
—Estoy convencido de que todo el mundo conoce su lugar, independientemente de su posición en la mesa o su compañero de conversación. —El Rey se aseguró de que el hombre captara su mirada un instante antes de agarrarle la mano para despedirse—. No existen motivos de preocupación. La corona tiene bien claro cuáles son sus más leales aliados, y no permitirá que padezcan ningún tipo de privaciones, tal y como se ha hecho desde el principio de mi mandato.
—De lo que no hay quejas por mi parte, no me malinterpretéis.
—No lo hago, y recordaré lo hablado. Ahora, si me disculpáis, debo atender unos asuntos.
Manteniendo la cabeza baja para evitar las miradas del resto de invitados que reclamaban su atención, el Rey abandonó la estancia. Al oír la puerta, Rishen asomó por la esquina y se apresuró a acompañar a su señor mientras este se ponía en marcha.
—¿Situación de los invitados? —preguntó sin mirarle.
—Terminado el recuento, todos se encuentran en el salón principal salvo uno, Señor.
Las puertas bloqueadas y un buen fuego, es todo lo que haría falta —pensó el Rey.
—¿Quién es el ausente? —verbalizó en su lugar mientras recorría el pasillo.
—El representante de Lewe. No ha aparecido por el salón, y los guardias no le han encontrado en sus estancias.
—¿Alguien sabe dónde puede estar?
—He preguntado al personal de palacio y miembros de la guardia y nadie lo ha visto en toda la tarde.
—Continuad buscando, y comunicadme cualquier novedad al respecto.
—Como mandéis.
Rishen se paró a hacer una reverencia a su amo mientras éste continuaba su avance. Tras varios giros y requiebros, arribó a una pequeña puerta situada en un rincón entre penumbras de un ala semiabandonada del castillo. Se giró para comprobar que nadie le observaba, usó la llave que colgaba de su cuello y la atravesó. Unas gastadas escaleras se escondían tras el umbral, descendiendo hasta un destino que radiaba un palpitante resplandor rojo. El Rey aspiró el humo y olores característicos de ese tipo de salas, repletas de brasas ardientes, sombras angulosas e instrumentos metálicos capaces de amilanar al más osado con su simple visión. Al fondo, junto a su comandante, un hombre descamisado con la piel reluciente por el calor comía distraído una manzana. A su lado, una mesa sobre la que se extendía la temblorosa masa del representante de Lewe; unas ataduras en muñecas y tobillos eran su única vestimenta. Cuando vio llegar al Rey, se giró hacia él con furia.
—¡Esto es un ultraje, una locura! ¡No he hecho nada para ser merecedor de este trato, y exijo mi liberación!
El Rey se paró junto al potro y despachó al torturador con un gesto de cabeza, quedándose a solas con el lewenio y su comandante.
—Vaya, con que aquí es donde os habíais metido. Me teníais realmente preocupado, he movilizado a todo el personal de palacio en vuestra búsqueda.
—Mordeos la lengua y morid envenenado, sabíais perfectamente dónde estaba, ya que solo vos podíais ordenar semejante aberración. ¡Os exijo que me liberéis!
—¿Liberaros? Os confundís, os vi algo tenso en nuestra última reunión, y pensé que unos baños de sudor os vendrían bien.
La cara del prisionero había enrojecido visiblemente.
—Os podéis ahorrar las gracias, esto no va a quedar impune. Tened por seguro que mi señor va a saber del trato dispensado y tomará las medidas necesarias. Esta afrenta os costará una guerra.
—Lo dudo. No recuerdo que se haya dado el caso de que atrapar a un intrigante contra la corona provocara algún tipo de conflicto. De hecho, tengo la impresión de que tienden a prevenirlos.
El Lewenio calló y la altanería abandonó su rostro.
—No entiendo a qué os referís.
—Yo creo que sí. Y en algo concuerdo con vos, hemos agotado el tiempo de las formalidades. ¿Dónde está el elfo oscuro?
La papada del diplomático tembló al abrirse paso un trago de saliva por su reseca garganta.
—No sé de quién me habláis.
—El elfo oscuro que se vio merodeando vuestra comitiva, el elfo oscuro que, con seguridad, urdió la estratagema para forzar la celebración del torneo; ése elfo oscuro.
—Por tercera vez, ignoro a qué os referís
—Por tercera vez, tendré que repetir mi pregunta. —El Rey cogió una barra metálica de uno de los braseros y alzó su lado incandescente—. Aunque esta vez emplearé un lenguaje más universal. —Sopló el extremo, alimentando su brillo. El lewenio se contorsionó sobre la mesa.
—¡No podéis hacer eso! ¡Soy un invitado de palacio, me ofrecisteis hospitalidad y protección! ¡Si me dañáis de alguna manera las consecuencias serán inimaginables!
—Por desgracia, debo coincidir —dijo el Rey, bajando el hierro—. No puedo tocaros un pelo ni permitir que nada os dañe mientras estéis bajo mi techo. Por fortuna, no es necesario que lo haga. —Chasqueó los dedos y el descamisado reapareció, portando una jaula entre las manos. El Rey introdujo el hierro entre los barrotes y unos ladridos lastimeros llenaron la habitación. Los ojos del prisionero parecieron querer abandonar sus órbitas.
—¡No! ¡Mi pequeño! ¡No os atreveréis, monstruo malnacido!
—Mucha gente pensaría que insultar al anfitrión no es la mejor manera de agradecer su hospitalidad, por no hablar de las consecuencias que las injurias a mi persona os podrían acarrear. Por última vez, habladme del elfo.
El lewenio paseó su mirada del metal al perro y de vuelta al rostro del Rey. Éste, con gesto serio, introdujo un poco más el candente instrumento en la jaula, y un desagradable olor a pelo chamuscado se unió a los gemidos de dolor en el ambiente.
—¡Basta, ya basta! ¡Monstruo, víbora, engendro desalmado! ¡Basta, sí! —Su voz se quebró al pronunciar la afirmación—. Sí, fue idea del elfo que se celebrara el torneo, y todos los reinos menos Mirtis accedimos.
El Rey retiró el hierro y se aproximó a la mesa.
—¿Por qué?
—No… no lo sé. Para impedirlo, dijo; para parar la boda.
—¿Y qué interés puede tener un elfo oscuro en quién pueda ser la esposa de mi hijo?
—Ellos tienen su propio candidato al trono. Se le conoce como Caballero Dragón, pero su nombre es Darigaaz; Darigaaz de Rhean.
El Rey tuvo que apretar su mano para no dejar caer el instrumento al suelo.
—Eso es una patraña, la casa Rhean fue exterminada.
—Seguro que es lo que a vos os gustaría. —El diplomático recuperó parte de sus arrestos—. Pero la dama regente escapó a vuestros carniceros, con su heredero en brazos. Y ahora él ha vuelto para poner fin a vuestro reinado de terror.
El Rey blandió el metal en el aire, dejando una firma luminosa a su paso que aplacó el ímpetu de su prisionero. Finalmente, lo devolvió al brasero.
—Mantenedle aquí hasta nueva orden, no dejéis que nadie más lo vea —dijo al carcelero al pasar a su lado—. Y limpiad a esa bestia, se ha meado.
El descamisado alzó la jaula y la inspeccionó.
—A mí me parece seca.
—No hablaba del perro —finalizó el Rey mientras abandonaba la sala seguido de su comandante. Sacudiéndose la cargada atmósfera de la sala de torturas en el frescor del pasillo, se dirigió a su subordinado.
—Coge a unos hombres de confianza y que lo vistan y devuelvan a sus estancias. Custodiadlo hasta que la boda termine, y no dejéis que nadie tenga contacto con él. Si alguien lo busca, decid que se encuentra indispuesto.
—Así se hará —contestó el otro.
—¿Qué información tienes sobre ese Caballero Dragón?
—Muchos rumores, pero nada sólido.
—¿Está en la ciudad?
—No, que yo sepa.
—Blindad las entradas, corred la voz entre vuestros hombres, que tengamos noticia de él en cuanto aparezca.
—¿Qué hacemos con los representantes de Termin y Khus? ¿Los mando arrestar por cómplices?
—Solo contamos con la palabra del lewenio para implicarlos, y con todos sus escoltas dentro de palacio y medio reino en la ciudad, se formaría un alboroto de consecuencias imprevistas. No, debemos proceder con sutileza. Ese tal Darigaaz es la clave, sin él no hay aspiración al trono.
—Haré correr la voz.
—Solo entre los más fieles, estamos bajo ataque y no debemos dejar que nuestros enemigos conozcan lo que sabemos.
—¿Sospecháis de alguien más?
—Tres casas combinadas no es nimio enemigo, pero para un golpe así necesitarán toda la ayuda disponible. Es más que probable que hayan reclutado aliados dentro de la ciudad, debemos descubrirlos antes de mañana.
—Como ordenéis.
Llegaban al salón cuando vieron a Rishen y al príncipe esperando en la puerta. El Rey asió del brazo a su hijo y lo guió hacia una esquina.
—Padre, los invitados empiezan a murmurar, ¿dónde estabais? —preguntó el príncipe—. Debemos dar comienzo al banquete.
—Pueden tragarse sus embusteras lenguas si tanta hambre tienen, antes debemos hablar.
—¿Sobre qué?
El Rey le cogió por los hombros, mirándole a los ojos.
—Hijo, puede que no haya sido un padre cariñoso y atento, pero siempre he hecho lo que he considerado mejor para ti como heredero al trono de Vitalis, y te he querido como un padre debe querer a su hijo. ¿Lo sabes, verdad?
El príncipe se quedó desconcertado unos segundos.
—Por supuesto que lo sé, padre. ¿Quién dice lo contrario?
—Nadie, no se trata de eso —suspiró—. Escúchame atentamente: no puedes participar en el torneo.
—¿Qué estáis diciendo? ¡Por supuesto que lo haré! —dijo el príncipe alzando el tono—. ¿Por quién me tomáis?
—Por un niño que no ha tenido que afrontar ningún desafío real en toda su acomodada existencia, pero eso es responsabilidad mía. Y no es una petición, es una orden.
—Padre, no soy ningún niño, soy un hombre que pasado mañana va a contraer matrimonio. Si es mi integridad lo que os preocupa podéis estar tranquilo, llevo toda mi vida entrenándome y puedo batir a cualquier caballero que ose retarme.
—No eres mal luchador, y has tenido los mejores instructores que el tesoro ha podido pagar, pero no eres invencible. Además, en estos torneos, los miembros de la realeza contamos con la ventaja de que ningún caballero busca enemistarse con nosotros por culpa de una herida o amputación accidental, lo que frena su ímpetu. Mañana no contarás con esa ventaja; puedes morir, hijo.
—No moriré, no me da miedo morir. No sé de qué ventajas habláis, desde pequeño he probado mi destreza en sobradas ocasiones, y mañana será mi oportunidad de mostrarlas a mis súbditos. Si no me presento, perderé su respeto, y como su futuro monarca no puedo permitírmelo.
—No me importa, no participarás.
—No puedes evitarlo, Padre.
Ambos se miraron unos segundos. El príncipe sostuvo la mirada de su padre hasta que éste cedió.
—Muy bien. Procura no beber en demasía esta noche, mañana te espera un día duro.
Dejó a su hijo y se metió en el salón. Los invitados abandonaron sus conversaciones y le dirigieron toda clase de miradas. Un ademán casi imperceptible de su rostro provocó que todos los criados se inclinaran a la vez y anunciaran el comienzo de la cena a los invitados. Una compleja coreografía se ejecutó en torno a las mesas mientras los comensales ocupaban sus sitios. El Rey pasaba frente a la mesa de la burguesía cuando alguien se levantó y se interpuso en su camino.
—Majestad, un auténtico placer poderos saludar al fin; me temo que no hemos podido hablar en todo la velada. —La sonrisa lucía ancha y franca en el rostro del mercader de textiles Sergen Ylan.
—Las celebraciones, la boda, ya se sabe —contestó el Rey mirando hacia su asiento.
—Me hago cargo, solamente quería agradeceros la invitación en el nombre de mis asociados, y aseguraros que contáis con todo nuestro apoyo. Esta es mi esposa, Adrianne. Querida, levántate y saluda a su Majestad.
Una jovencita con, como mucho, la mitad de años que su marido tendió la mano al Rey, que la besó distraído.
—Un placer.
—Igualmente, Majestad. Es un honor estar en palacio, nunca antes había visto semejante lujo.
—Agradezco vuestras palabras.
—Vuestro hijo está muy elegante. ¡Y la novia, magnífica! Es casi tan hermosa como la difunta reina.
El Rey calló y miró a la muchacha sin expresión en el rostro. Dejo que discurrieran unos segundos antes de enfatizar un:
—Gracias, siempre es reconfortante que me recuerden a mi difunta esposa.
—No hay de qué, era sin duda una belleza —continuó la dicharachera joven—. Yo apenas la recuerdo, la pobre murió siendo yo una niña, pero todo el reino habla de su figura. Deberíais pensar en volver a desposaros.
Alrededor de ellos se originó un inusual fenómeno, una especie de burbuja amortiguadora de sonidos que, en mitad de una habitación atestada de gente hablando, sillas arrastrándose y criados yendo de un lado a otro, permitió al burgués oír cómo el pulso se agolpaba en las sienes del Rey, al tiempo que los músculos de la cara crujían bajo la tensión. Con un carraspeo, trató de mediar en la conversación.
—Querida, dejemos a su majestad por hoy, sin duda debe tener gran cantidad de tareas y eventos que organizar.
—Sin duda —asintió el Rey mientras buscaba su sitio con la mirada.
—Por supuesto, no olvidemos la boda, o el torneo de mañana. ¿Contaremos con la presencia del príncipe? Estamos todos deseando ansiosos verle luchar mañana.
De nuevo, un inusual fenómeno acaeció: los ojos del Rey quedaron unidos por medio de invisibles contrapesos a los de su interlocutor, de manera que conforme su Majestad los estrechaba, los del burgués se fueron abriendo hasta parecer perfectamente redondos.
—Sí, mi hijo participará, podéis estar tranquilo —dijo al fin el Monarca, dando un apretón en el hombro a Sergen y ocupando su sitio entre los futuros contrayentes. Levantó la mano, hizo un gesto y antes de bajarla apareció Rishen a su lado.
—Prepara mis estancias para recibir visitas. Cuando la cena termine, quiero hablar con los nobles que tengan apuntados participantes en el torneo.
—Es probable que todos los tengan, señor.
—Prepara una buena olla de café, entonces. —Antes de que Rishen se marchara el Rey le detuvo de nuevo—. Y que el jefe de cocina me avise antes de sacar la comida de la mesa de los burgueses; aguantaré mis ganas de aliviar la vejiga hasta entonces.
Rishen partió. El Rey se convirtió en una isla de quietud en mitad de la alegría que reinaba en el salón, mientras analizaba con gravedad los acontecimientos que habían originado aquella situación. Durante su alzamiento, había puesto especial hincapié en no dejar supervivientes que hicieran peligrar su poder. Supervisó el cumplimiento de la orden en los objetivos que habitaban el palacio, pero los que no se encontraban allí tuvieron que ser encargados a sus subalternos. La residencia de la familia Rhean se encontraba en Termin, demasiado lejana y bien protegida como para dejar que los supervivientes se atrincheraran en su rocoso castillo, así que encargó la vigilancia de sus descendientes a su oficial más veterano. Cuando recordó su identidad, apretó la copa en su mano hasta deformarla.
—¿Dónde está el jefe de la guardia? —preguntó a su comandante cuando éste acudió a su llamada.
—No se presentó para el relevo, Señor. Tuve que encargar a un sustituto que la dirigiera mientras aguardamos su aparición.
El Rey asintió mientras sumaba un nuevo nombre a la lista de traidores con los que ajustar cuentas tras la boda.