20.
Caballero
Hace seis años…
Alcanzado su destino, Darigaaz lo observaba con recelo a la luz de la luna. La puerta se le antojaba una hambrienta boca abierta en la ladera de la montaña, con una fila de altares para sacrificios a modo de dientes inferiores; manchas resecas se extendían desde sus superficies hacia las bases, chorreando oscuridad. Al fondo, entre dos estatuas con las formas antroporreptilescas de las Hermanas Viscosas, unas escaleras de piedra comenzaban un descenso cuyo final ocultaba la estructura de la construcción.
Darigaaz se rascó el mentón, pensativo. El ímpetu que le había conducido hasta allí, siguiendo las indicaciones dadas por un elfo oscuro tras regalarle una espada mágica, se había visto reemplazado por la lógica cautela ante lo que se antojaba un escenario perfecto para una emboscada. Sin el acicate del temor a perder la vida, echarse ciegamente a los brazos de aquellos desconocidos ya no le parecía tan buena idea. Quizás fuera preferible dirigirse a otro pueblo, tratar de vender la espada y comprar con las ganancias un terreno en las montañas donde formar su propia casa.
Estaba a punto de dar la espalda al templo cuando la amplia garganta pétrea cobró voz.
—¿Piensas entrar antes de que amanezca? Empiezo a entumecerme aquí fuera.
Darigaaz alzó su arma por instinto, pero el susto hizo que aplicara demasiada fuerza al movimiento y estuviera a punto de estamparse la hoja contra el rostro. Consiguió esquivarla en el último momento, aunque a costa de su equilibrio: espada y hombre tocaron suelo al mismo tiempo, fundiéndose sus caídas en un trompazo metálico. La voz del templo respondió con carcajadas.
—La esperanza del reino, damas y caballeros.
—¿Quién eres? ¡Muéstrate! —dijo Darigaaz, alzándose como un rayo y empuñando la espada con más precaución.
—Moderad vuestro entusiasmo, excelencia, no vayáis a convertiros en el primer rey caído ante su propio acero.
—¿Quién eres tú? —volvió a preguntar. Sentía su rostro arder de cólera hasta que un presentimiento se abrió paso entre la furia, apaciguándola—. Eres el amigo del elfo oscuro, ¿no es cierto?
—Diestro con la espada y ágil de mente. —El hombre salió de tras una de las estatuas, y la luz de la noche descubrió su aspecto: joven, bien formado, pelo corto rizado y un tatuaje alado sobre su hombro derecho—. Encantado, Darigaaz, me llamo Madt.
—Yo Dari… Quiero decir, encantado —contestó bajando la espada hasta posar la punta en el suelo.
—Por cierto, la estás empuñando mal, por eso casi la envainas en tu cara. Debes cogerla con una sola mano.
Darigaaz miró incrédulo la hoja de casi un palmo de ancho.
—Te aconsejo que dejes de burlarte de mí: no es el primer arma de este tipo que uso, y si intentara manejarla a una mano su peso me partiría la muñeca.
—Lo que sería cierto para todos los espadones de Vitalis, excepto uno. ¿Adivinas cuál? —Madt señaló las runas—. Eso no es la firma del herrero, esas marcas permiten que se pueda manejar con una sola mano. Compruébalo.
Con cauta incredulidad, Darigaaz soltó su mano izquierda e hizo un movimiento de palanca con la derecha, tratando de alzar la espada. Para su sorpresa, apenas necesitó aplicar fuerza para ponerla de nuevo vertical. Lanzó un par de mandobles al frente, y el acero respondió en su mano como si empuñara una daga en vez de un arma de metro y medio de longitud.
—Buen truco, ¿eh?
—Al principio, quizás —concedió Darigaaz—, pero una vez descubierto pierde utilidad. ¿De qué me sirve un arma tan ligera que se partiría ante un escudo o armadura?
—Harías bien en concedernos algo de crédito: esa espada pesa más de doce kilos de puro acero macizo, pero se puede empuñar como si no fuera más pesada que una pluma. Con ella podrás descargar golpes demoledores sin apenas forzar el brazo. Prueba contra aquel árbol.
Darigaaz encaró el grueso roble que le indicaban, levantó el brazo y trazó un arco descendente sobre la base del tronco. Las astillas volaron cuando la hoja horadó tres cuartos del mismo. Miró sorprendido la espada y luego a su interlocutor, que le observaba con una sonrisa burlona. Tiró del arma para liberarla, pero de nuevo aplicó demasiado ímpetu y ésta voló de su mano hacia la puerta del templo, donde chocó contra un altar con gran estruendo. Madt se ocultó el rostro con la mano.
—Impresionante —disimuló Darigaaz—, aunque cuesta acostumbrarse.
—Pero merecerá la pena. Una vez habituado a blandir un arma tan pesada con esa ligereza, conseguirás una gran ventaja en la batalla, además de poder usar escudo; esta será tu primera lección.
—¿Lección? —Darigaaz observó el aspecto desaliñado de su interlocutor—. No me pareces un maestro.
—Tampoco vos parecéis un rey, pero tendremos que valernos de lo que disponemos. Y ahora, pasemos adentro, empieza a refrescar y no queremos que un mal catarro acabe vuestra cruzada antes de tiempo.
—¿Allí dentro? —dijo Darigaaz señalando la ominosa entrada.
—Por supuesto. Ese culto se extinguió hace eras, así que tenemos el local a nuestra entera disposición.
—Este templo está abandonado por una razón, el culto que lo erigió fue uno de los más crueles que haya pisado este mundo —insistió Darigaaz—. Sucedieron cosas horribles entre esas paredes que las dejaron malditas para siempre. Ni los animales ni los habitantes de la ciudad se acercan.
—Lo que lo convierte en el escondite perfecto. Oh, vamos. —Ante la persistente negativa de Darigaaz a moverse, Madt se subió al pedestal de la Anciana Sierpe y se agarró a su ofídeo tronco—. Hola, preciosa. Mi amigo y yo nos preguntábamos si os sería mucha molestia que nos quedáramos a descansar en vuestro templo. Prometemos no orinar sobre las manchas de sangre, ni cambiar de sitio los horrores innombrables —comentó al hueco donde una vez estuvo la cabeza de la estatua, al tiempo que le manoseaba un pecho con colmillos de serpiente dibujando la corona del pezón—. ¿No, verdad? Me lo imaginaba. No obstante, como puede que la falta de boca sea obstáculo para expresar vuestro descontento, podéis usar esto como sustituto. —Desenfundó su daga, la dejó sobre una de las siete manos de la estatua, y le dio la espalda. Dejó pasar unos instantes, mientras un ojiplático Darigaaz le observaba desde la hierba. Finalmente, recuperó el arma e hizo una reverencia a la anciana.
—No esperaba menos de una noble dama como vos, agradecido quedo —dicho esto saltó del pedestal y se dirigió de nuevo a Darigaaz.
—Segunda lección: teme a los vivos, no a los muertos —le dijo—. Y creo que es suficiente por hoy, descansemos hasta mañana.
Darigaaz le siguió escaleras abajo hacia el interior del templo, tocándose el pecho y musitando una oración al pasar junto a las estatuas. Dentro, todas las estancias habían quedado despojadas de cualquier tipo de decoración o mobiliario, estando además calcinadas muchas de ellas. En una que acumulaba menos basura y escombros que el resto, dos catres se extendían junto a un pequeño fuego.
—Esto es un estercolero.
—Es cálido, es solitario, es todo lo que necesitamos por ahora —dijo Madt mientras se acostaba—. Duerme.
—¿Y si entra alguien durante la noche?
—¿Alguien con tu arrojo ante las antiguas deidades, quieres decir? —Madt se giró, acomodándose en su lecho—. No ocurrirá, nadie ha pisado estas estancias en décadas. Duerme, mañana comenzaremos la instrucción.
La voz de Madt murió para ser sustituida por ronquidos. Su invitado se tumbó orientado hacia la entrada, tensándose ante cualquier ruido, pero nada ocurrió aquella noche, ni en las muchas que le siguieron. Conforme pasaron los días, Darigaaz superó sus temores y pudo centrarse en el entrenamiento al que le sometía Madt, dedicando las mañanas a extenuantes ejercicios físicos y reservando las tardes para la práctica del combate cuerpo a cuerpo. En esa rutina consumieron innumerables meses en los que apenas vieron el sol, saliendo al exterior únicamente para conseguir alimento.
Un día nublado de otoño, los dos hombres regresaban al templo con los cuerpos de varias liebres colgando de sus arcos.
—Estaría bien disfrutar un día de una comida más sustanciosa, para variar —refunfuñaba Darigaaz—: un buen cordero asado, por ejemplo, regado por algo más agradecido que el agua de río.
—Sería una buena opción si no fueras un delincuente buscado. Hay carteles con tu cara por toda la región —le contestó su camarada.
—Vamos, hace eras de aquello, ¿cómo pueden mantenerlos?
—No era una muchacha cualquiera la que escogisteis para vuestro robo, tu amigo y tú: era una de las más acaudaladas nobles de Lewe. Por cierto que tu amigo le cayó en gracia, tras delatarte. Tanto, que consiguió su mano y se mudó con ella a la capital.
—En cierta manera, me reconforta saberlo: si te tienen que traicionar por una hembra, mejor que sea por una que orine perfume. Lo único que lamento es no haber podido comunicarle mis impresiones sobre su traición —bufó mientras procuraba que su arco no chocara con la entrada del templo al traspasarla.
—Agua pasada, centrémonos en lo importante. —Madt encabezó el descenso por la escalera—. La primera parte de tu entrenamiento está casi concluida, has pasado de manejar la espada como una vaca a ser un luchador pasablemente mediocre.
—Gracias de corazón. ¿Y una vez terminada esta fase?
—Entonces comenzará la parte dura —sonó una voz familiar.
Darigaaz soltó sus presas y cargó el arco en un parpadeo. En la habitación habían tres figuras: una mujer, un hombre y un encapuchado de sexo indeterminado que en ese momento sostenía la espada rúnica.
—Buenos reflejos —dijo burlón mientras se retiraba la capucha.
—Darigaaz, te presento —intervino Madt—: ése es Agural, aquella Ámbar, y creo que ya conoces a su esposo, Drave.
—Por supuesto —dijo Darigaaz mientras saludaba alternativamente a los visitantes—. Me preguntaba cuándo volveríamos a vernos.
—Cuando llegara el momento —dijo Drave—, y Madt me ha dicho que ya estás listo.
—¿Listo para qué?
—Para abandonar este agujero y pasar a la acción.
—Por fin ha llegado el día, entonces.
—No, pero ha sido fijado: el príncipe ha anunciado su enlace con la heredera de Mirtis. En cuanto ella alcance edad de procrear, se oficiará la ceremonia en el palacio de Hyrdaya.
Darigaaz torció el gesto.
—A menos que planees hacerme pasar por la novia, no veo cómo eso puede acercarme al trono.
Drave se apoyó en la espada para incorporarse.
—Una boda real es un acontecimiento excepcional, y como tal está rodeado de hechos excepcionales que usar en nuestro beneficio.
—No malinterpretes mis palabras, valoro muchísimo todo lo que has hecho por mí hasta ahora, pero no creo que tanto subterfugio sea necesario: soy el heredero real, ese trono es mío por derecho. Deberíamos entrar en la ciudad, reclamarlo públicamente y el pueblo nos apoyaría.
—El pueblo es voluble e inconsistente, cosa que no puede decirse de las defensas de nuestro enemigo. No te preocupes, tendremos la oportunidad.
—Y necesitaremos más hombres, no creo que nosotros cuatro seamos guerreros suficientes para asaltar el castillo
—Cinco —corrigió Ámbar.
—Tendremos apoyo —dijo Drave—. Hemos establecido conversaciones con el resto de provincias, que no ven con buenos ojos el enlace de los reinos de Hyrdaya y Mirtis. Cuando lancemos nuestro ataque, nos ayudarán a tomar el castillo y deponer al Rey.
—¿Gratis?
Drave sonrió.
—Sustituir al actual monarca les beneficia tanto como a nosotros pero no, no será gratis.
—Tenemos un plan, tenemos un ejército, ¿qué nos falta, pues? —preguntó Darigaaz.
—Paciencia. Y preparación —contestó Drave—. Empaqueta tus pertenencias, partimos hacia Termin para continuar tu adiestramiento. El regente de tu antiguo hogar se ha ofrecido a acogerte en secreto y proveerte de lo necesario hasta que llegue el día…
—… y ese día al fin ha llegado. Mañana lanzaremos nuestra ofensiva, aplastaremos sus fuerzas y arrebataremos al Monarca castillo, corona y cabeza, por ese orden.
Darigaaz calló para refrescarse la garganta con el pellejo que le alcanzó uno de sus hombres. Sentados alrededor del fuego, Madt e Ilargia atendían a sus palabras mientras daban cuenta de trozos desgajados al cordero que goteaba grasa sobre la lumbre. A su alrededor se estaba levantado una ciudad en miniatura a base de tiendas donde la guarnición termiense se disponía a pernoctar.
—Es una historia increíble —dijo Ilargia.
—Lo sé, a mí mismo me cuesta creerla a veces, pero de nosotros depende ponerle un final feliz —contestó Darigaaz besando a la mujer sentada a su lado, la que les había presentado como Shira, heredera de Termin y su prometida. Claramente, el tiempo pasado en el reino montañoso le había sido de provecho.
—Siento lo de vuestra familia —continuó Ilargia—. Es horrible cuánta sangre puede derramar la ambición de un solo hombre.
—Agradezco vuestras condolencias. —Darigaaz posó la mano sobre el corazón—. Recibid las mías por vuestros padres.
—Os lo agradezco, aunque en realidad desconozco su estado, ya que no llegué a conocerlos.
—Claro, a eso me refería; debe haber sido duro crecer sin ellos.
—Bueno, tuve excelentes guías a mi lado.
—Aconsejo que abandonemos este tema, o pasaremos el resto de la jornada oyendo una interminable diatriba sobre diosas argénteas e hijas lunares.
El comentario de Madt tuvo una acogida dispar: a la educada sonrisa de Darigaaz se contrapuso el gesto adusto de Ilargia. Tras el incidente del río había dejado de sentirse cómoda a su lado, y trataba constantemente de evitarle. Madt, por su parte, notaba su disgusto e intentaba no atosigarla. Darigaaz se alzó aliviado cuando la llegada de un grupo de sus fieles le proveyó de un motivo para romper aquel embarazoso silencio.
—Parece que la última partida regresa al fin.
Una cuadrilla de hombres armados comenzaron a desfilar por su lado; conforme fueron saludándole, él los presentó a Ilargia.
—Señora, ante vos Adam, Luma, Bayani, el mostrenco que porta el pico en sus hombros como si fuera una ramita de abedul es Kerdil, hermano de Bayani; tras él Dobre, el mejor arquero del reino, y Dhaka, su padre; Smert, señor de Vistalarga, cerca de pico Termin; ¡Nakuru! ¡Vuelve aquí y saluda a la dama! Eso está mejor; Skegg; Canares el Bravo, o eso le gusta decir a él; y Hansi e Ilmer.
—Encantada. —La joven fue respondiendo a cada saludo con una sonrisa, hasta que al finalizar el desfile confesó apurada—. No creo ser capaz de retener todos sus nombres.
—No os preocupéis, en realidad tampoco es necesario —rió Darigaaz—, aunque sí os conviene recordar a mi general y maestro de armas, Heken. —Ilargia saludó cortésmente al recién llegado, que le correspondió antes de sentarse. Era el hombre de más edad de los allí reunidos.
—Saludos a todos. —Alargó la mano para arrancar un trozo de carne y acometerla a dentelladas—. Hemos finalizado el registro de los bosques, todos los hombres del Rey han sido abatidos antes de que pudieran regresar al castillo.
—¿Encontrasteis por casualidad a un hombre en concreto, uno que no vestía uniforme de la guardia? —intervino Madt—. Un gigantón calvo y con bigote.
Heken hizo memoria.
—No, no recuerdo a nadie con esa descripción, lo lamento.
—No importa, en realidad tampoco albergaba muchas esperanzas —concluyó él antes de volver a centrarse en su cena y dejar a Darigaaz retomar la conversación.
—Excelente, nuestra llegada permanecerá en secreto hasta que sea demasiado tarde.
—Aun así debemos ser precavidos, me ocuparé de organizar las guardias para la noche. —Heken se interrumpió para liberar con la uña un hilo de carne atrapado entre sus dientes—. No quiero sorpresas antes de nuestra entrada en la ciudad.
Con la cena consumida, Ilargia se encogía en su asiento y usaba una capa prestada para protegerse de las descendentes temperaturas.
—Quizás no es de mi incumbencia, pero ¿cómo pensáis atacar el castillo? Tres muros lo protegen, por no hablar del ejército.
Darigaaz la miró como si llevara toda la tarde esperando esa pregunta.
—Como dijo Drave, una boda real está rodeada de hechos excepcionales que nos brindan oportunidades impensables en cualquier otro momento. Por ejemplo, los accesos a la ciudad y a los jardines de palacio relajan sus requerimientos, por lo que podremos traspasar sin problemas dos de los tres muros que protegen el castillo. Además, todos los caballeros y nobles estarán presentes y armados durante la celebración del torneo, incluyendo a nuestros aliados de Lewe, Termin y Khus. Y por último, está el torneo en sí.
Ilargia miró alternativamente a Darigaaz, Shira y Heken, hasta que éste último concluyó la explicación con expresión resignada.
—El príncipe participará en el torneo, y Darigaaz opina que vencerle es el mejor modo de revelar al pueblo su identidad e intenciones.
—No vencerle: matarle. —El humor había desaparecido de los ojos de Darigaaz—. Ese será el comienzo de mi triunfo, arrebatarle al Rey la vida de su hijo delante de sus propios ojos, en correspondencia por lo que hizo a mi familia. Tras eso, nuestros hombres barrerán a los suyos, ocuparemos el palacio, y yo recuperaré mi trono. Nuestro trono.
Darigaaz besó a su prometida ante la poco convencida mirada de Ilargia.
—Admito no poseer vuestra sapiencia en tales menesteres, pero me parece que estáis siendo muy optimista. Parece demasiado fácil.
—Porque lo es. Ese crío no tendrá la más mínima oportunidad contra mis habilidades ni contra Plaga. —Darigaaz palmeó su espada rúnica—. Y antes de que el Rey y sus secuaces asimilen lo ocurrido, mis hombres los masacrarán. Esperad a mañana y lo comprobaréis: ni siquiera lo van a ver venir.