Dragones Negros | Capítulo 18

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18.
Carnada

 

—Ya era jodida hora.

El origen de tal improperio se vislumbraba al fondo de la calle donde Elandir había situado su escondrijo. Una guarnición de hombres armados sin blasón distintivo comenzaba a enfilarla, escoltando una litera transportada por esclavos. Al pasar por su lado trató de distinguir a los ocupantes, pero los cortinajes se lo impidieron. La comitiva atravesó los muros de la mansión y se introdujo en sus jardines sin ver su avance interrumpido por ningún guarda. Elandir estiró sus miembros y se sacudió las telarañas de los calambres. Su pequeña estratagema había tenido éxito: al agitar la colmena, la abeja reina acudía a poner orden.

Durante su prolongada espera había aprovechado para estudiar el sistema de vigilancia: los guardias recorrían las cimas de los muros a intervalos regulares, oteando entre ronda y ronda los alrededores desde las garitas dispuestas en las esquinas. Elandir dio un rodeo, escudándose en las casas colindantes para evitar ser detectado, hasta alcanzar el muro posterior. Había observado que la disposición de los vigilantes dejaba desguarnecida la zona trasera del jardín, confiando sin duda en que los animales darían buena cuenta de los intrusos.

Cuando el centinela que ocupaba la garita frente a él se puso en movimiento, Elandir corrió hacia el muro y, con la agilidad que caracterizaba a su raza, lo escaló en un par de movimientos y se cobijó entre las almenas, sin alertar al guardia que ahora se alejaba de él.

Con extremo cuidado, comprobó que ningún testigo observara su aterrizaje, se deslizó hasta el jardín y se internó en un grupo de árboles que mecían sus ramas junto a un estanque. Desde allí le restaba un corto trayecto en línea recta hasta el edificio principal rodeado de múltiples arbustos, esculturas y columnas que usar para ocultarse. Ningún problema por ese lado. Los dos tigres que en ese momento se acercaban hacia él eran un asunto bien distinto.

Elandir se mantuvo erguido y tranquilo. Aunque de su cinto colgaba un puñal confiaba en no necesitarlo, ya que odiaría verse forzado a dañar a unas criaturas tan hermosas e inocentes. Los tigres bifurcaron su avance para rodearle. Enseguida comprobó que era sobre todo la curiosidad lo que les guiaba. Como esperaba, los cuidadores los mantenían bien alimentados, asegurando así su docilidad a excepción de que se sintieran amenazados, o el objeto de su atención les diera algún motivo para que aflorara su instinto feral; como gritar y huir en un ataque de pánico, por ejemplo. Él avanzó cauteloso, manteniendo las distancias y evitando cruzar su mirada con la de los felinos. Su raza estaba acostumbrada desde pequeños a tratar con animales salvajes en su hábitat natural, por lo que dos enormes gatos sobrealimentados no le causaban especial inquietud. Los tigres siguieron sus movimientos hasta que finalmente le ignoraron para tumbarse al sol, moviendo la cola con despreocupación.

Sorteando en su avance cualquier lugar que pudiera haber sido elegido como madriguera por alguno de los habitantes de aquel salvaje jardín, Elandir alcanzó las paredes del palacio. Se encorvó para recorrerlas hasta llegar a su objetivo, la octava ventana del ala derecha del edificio. Estiró la mano y con un pequeño empujón comprobó con satisfacción que no había errado y esa era, en efecto, la ventana a la que antes había soltado el cierre. El cristal giró sobre las engrasadas bisagras, permitiéndole acceder al edificio.

Una vez añadida la invasión de la propiedad privada a su lista de fechorías, comenzaba la parte difícil. En su visita anterior junto a su amigo Dunrel, había deducido por los sonidos y los olores de la casa que en ella apenas habitaban cuatro o cinco personas, incluyendo a su dueño. Teniendo en cuenta la gran cantidad de habitaciones que se adivinaban dentro de la estructura, y que los sirvientes disponían de su propio edificio anexo, eso le daba un margen de seguridad bastante amplio para explorarla sin cruzarse con nadie.

Descartando la planta baja porque parecía usarse como zona común, Elandir tomó las escaleras de mármol que subían en espiral hacia la planta superior. En el suelo observó rastros de barro que indicaban la dirección tomada por los últimos invitados. Caminando más sobre los dedos que sobre las plantas de sus pies, y bajo la luz que entraba por la claraboya que seccionaba el techo del palacio, recorrió un largo pasillo dejando atrás habitaciones repletas de muebles, pieles y demás ostentaciones de riqueza, hasta alcanzar la puerta cerrada en cuya base moría el rastro. Pegó la oreja a la madera de roble y el ojo a la cerradura de plata, pero no logró percibir nada. Agarró la aldaba labrada en forma de diamante cuando una mano se posó en su hombro.

—Hola, Dunrel.

—Eres frustrante, ¿lo sabías? —bufó su amigo, retirando la mano—. ¿No hay manera de cogerte desprevenido?

—Algunas, pero caminar con botas de remaches metálicos mientras respiras pesadamente por la boca no es una de ellas. ¿Qué haces aquí?

—Fui a tu escondite y no te vi. Pensé que podías haber escuchado al sentido común e irte a tu casa a descansar, o podías haber asaltado la vivienda de uno de los ciudadanos más ricos de Hyrdaya. No me costó mucho decidirme.

—¿Seguiste al mensajero?

—Sí —suspiró—. Tenías razón, fue directamente al palacio de Rael. Estuve guardando la puerta hasta que una comitiva salió en esta dirección.

—Lo sé, les vi entrar.

—Pero que hayas acertado en eso no quiere decir que tengas razón en lo demás. Un magnicidio es algo muy grave para siquiera insinuarlo, antes de hacer nada necesitamos más pruebas.

—Y eso es lo que vamos a encontrar… —Elandir abrió dramáticamente la puerta a una habitación vacía—. Pero no aquí, por lo visto.

—Puede que estén en otra habitación.

—No, les habría oído. —Elandir se acercó a la cama que ocupaba el centro de la estancia y comenzó a registrarla—. Además, el rastro de huellas conduce hasta aquí.

—Pues salir no han salido. —Dunrel contribuyó al registro de su amigo, prestando especial atención a la colección de figurillas eróticas de uno de los estantes—. He sorteado la entrada principal fingiendo acompañar a los hombres de Rael y no me han puesto ningún impedimento.

—Lo que quiere decir que siguen por aquí. —Elandir abandonó la cama y pasó a examinar la chimenea que ocupaba la pared contraria a la puerta—. ¿Puedes pasarme eso? Sí, tíramelo.

Dunrel obedeció y su amigo recepcionó un voluminoso reloj de arena engalanado con las miniaturas de dos sirenas desnudas que empezó a manosear.

—Interesante elección, pero quién soy yo para juzgar las preferencias de nadie.

—Ja, ja —respondió Elandir, continuando su operación hasta que, con un giro de muñeca y un crujido, el reloj se abrió. Volcó sobre su mano el contenido y dejó caer una fina cortina de arena a lo largo del interior de la chimenea. Su amigo se asomó.

—¿Algo?

—Chssstttttt, no muevas el aire —contestó sin quitar ojo a la arena. Se paró en uno de los rincones y repitió la operación varias veces, observando las variaciones en el descenso. Acercó la mano abierta a la esquina.

—Una corriente de aire; tras este muro hay otra estancia.

Dunrel se agachó para no golpearse la cabeza con la parte superior de la chimenea e imitó a su amigo.

—¿Estás seguro? No noto nada.

—Es muy ligera pero sí, hay un vacío detrás. —Elandir salió del hogar para inspeccionar el resto de la habitación—. Con ese amasijo de pieles rugosas y muertas a lo que vuestra especie llama manos, lo raro sería que notaras algo.

Dunrel frotó los callos de sus palmas con los pulgares.

—Disculpe su ilustrísima, pero no todos nos hemos criado entre sábanas de seda, con flores y tallos silvestres como los instrumentos más duros a empuñar. En el mundo real, lejos de tus bosquecillos, las auténticas manos de un hombre honrado son aquellas que al agarrarle un pecho a su mujer le lijan el pezón.

Elandir movió la cabeza, sonriendo mientras continuaba el examen.

—Vale, hay algo detrás. —Dunrel se estiró con un gruñido de protesta—. ¿Y cómo accedemos? ¿Les esperamos aquí?

Elandir se detuvo frente a los ornamentos eróticos. Sopló contra ellos la arena que quedaba en su mano y observó los resultados. En una de las estatuas se había adherido una cantidad mayor que en el resto. Comenzó a manipularla hasta que un resorte saltó y la chimenea se abrió. Su amigo chasqueó la lengua.

—Muy bonito, ¿algún truco élfico?

—Sentido común: las manos segregan sudor y grasas, que se pegan a los objetos que tocan y tienen querencia a atraer todo tipo de residuos ligeros, como el polvo o, por poner un ejemplo al azar, la arena.

Dunrel sacó unos guantes de su bolsa y se los ajustó.

—Si ya has terminado de exhibirte…

Elandir atravesó la entrada secreta y echó un vistazo. Una angosta escalera de caracol se internaba en lo desconocido.

—Hay luz abajo —dijo, sacando su puñal

—Seamos cuidadosos, si se han tomado tantas molestias para ocultar su reunión, no deben ser muy receptivos a las visitas inesperadas. —Dunrel acompañó el gesto de su compañero empuñando su porra de hierro.

Con una mano en la pared descendieron sigilosos, atentos al menor ruido. Tras la escalera, un corredor de ladrillo y mortero conducía hacia la luz. A los lados del mismo, puertas de madera protegían su interior con gruesos candados.

—¿Contrabando? —susurró Elandir.

—En el mejor de los casos —contestó Dunrel con gesto preocupado.

Tras una puerta entornada se adivinaba la fuente de la luz. Elandir contempló, por la rendija que quedaba entre el marco y la hoja, una sala huérfana de adornos o mobiliario, a excepción de una mesa redonda rodeada de sillas y un gran brasero al fondo. De pie discutían dos figuras, guardadas por soldados alineados contra la pared. Desde su posición, Elandir podía ver al dueño de la casa, Sergen Ylan, pero no a su interlocutor. Por señas, le indicó a su compañero que se acercara para no perder hilo.

—¿Cómo puede entonces haber descubierto nuestra relación? —dijo el invisible contertulio de Sergen.

—Os lo juro, no fue de mi boca. —El burgués mantenía la misma actitud nerviosa observada por Elandir en el incidente del callejón.

—No es eso lo que he oído.

—¡Mentiras, señor, hasta la última palabra!

—¿En serio? —El dueño de la voz se acercó a Sergen, permitiendo a Elandir identificarlo como Rael Steiner, jerarca de la burguesía—. Uno de los supervivientes del callejón asegura que fuisteis vos quien dio el nombre a ese elfo.

—¡No! Quizás pronunciara inconscientemente el nombre de Agural, pero en ningún caso el de vuestra excelencia.

—En realidad, poco importan ya los detalles. Lo primordial es que, si el elfo realmente ha descubierto nuestro plan, debemos asegurarnos de que no lo difunda.

—No habrá problemas, señor. Tengo entendido que ha caído en desgracia dentro del castillo, nadie hará caso a sus desvaríos.

—No es suficiente: une tus hombres a los míos, que busquen en todos los rincones de la ciudad hasta encontrarle. No podemos arriesgarnos lo más mínimo faltando tan poco tiempo y estando ya aquí Darigaaz.

—¿El Caballero Dragón ha llegado? —Sergen pareció realmente excitado al oír la noticia—. ¿Puedo verle?

—No han entrado aún en la ciudad, deben reunirse primero con los fugitivos y organizar el día de mañana. Todo debe hacerse según lo planeado.

—Y así será, no os preocupéis; nuestros hombres están armados y listos, y los participantes del torneo conocen sus instrucciones.

—Muy bien. —El dueño de la voz regresó a la vista de Elandir, pero la figura del jefe del gremio burgués había sido sustituida por la de un elfo oscuro de melena plateada—. Debemos prepararnos para la batalla.

—¡Señor Agural! —Sergen parecía tan sorprendido como Elandir—. No sabía que erais vos.

—No es inteligente dejarme ver en la ciudad, y Rael no puso pegas a que usara su imagen como camuflaje. —El elfo sonrió ante la atemorizada mirada de su interlocutor—. No temáis, él permanece en su mansión, esperando a que os lleve.

Elandir se giró hacia su compañero.

—Debemos intervenir y parar esto.

—¿Estás loco? —Dunrel lo retuvo agarrándole del hombro—. Hay seis hombres ahí dentro.

—Cinco, el comerciante no es ningún guerrero. Vamos, no tendremos otra oportunidad tan clara de detenerlos.

—No nos precipitemos, deberíamos salir y buscar ayuda.

—Arriba está la guardia del palacete. Si aprovechamos la sorpresa podemos liquidar a dos y equilibrar la contienda; si salimos a la superficie perderemos la pista de ese maldito elfo oscuro.

—Y es algo que te mataría. ¿Verdad, primo?

Elandir dirigió de nuevo su mirada hacia la habitación. Todos sus ocupantes miraban ahora en su dirección. El elfo cuya voz acababa de oír sonreía.

—¿A qué viene la expresión de sorpresa? ¿Creías que tu raza era la única que posee unos sentidos más agudos que los de los humanos? —le dijo, tocándose una oreja.

Los guardias empuñaron sus armas y se dirigieron hacia ellos. Elandir se enderezó con el puñal en la mano.

—Cambio de planes: retrocedamos hasta las escaleras, serán fácil de defender entre los dos. Quizás en el primer lance podamos eliminar a alguno de…

Apenas atisbó el golpe cuando sintió su mandíbula explotar. Cayó al suelo y notó cómo algo se soltaba en su interior. Levantó la vista hacia su agresor, confuso.

—Lo siento, chico —le dijo Dunrel—. Deberías haberme hecho caso y quedarte en casa descansando.

El segundo golpe sí lo vio venir, pero no pudo hacer nada para evitar que la porra de su amigo le impactara de nuevo en la cabeza, provocando que todo se desvaneciera tras una cortina de detonaciones lumínicas.

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"