13.
Punto ciego
Tras pasar tres horas tumbado mirando el techo decidió desistir de su intento por dormir. Cogió la nota encontrada en su bolsa y la releyó una vez más. Seguía costándole asimilar que su padre hubiera recurrido a semejante curso de acción, ya que pese a que en teoría nada impedía la comunicación entre invitados de palacio y sus familiares, el protocolo dictaba un tácito alejamiento de los progenitores, dejando al hogar de acogida libertad absoluta para tratar con el invitado hasta que el período de gracia finalizara. Por ello, Elandir temía que algo grave hubiera pasado.
Al descubrir el mensaje, su primera reacción fue volver corriendo a la posada, pero cuando llegó, Kera se había marchado y nadie supo decirle donde vivía, por lo que tuvo que regresar a su pequeño refugio a esperar la hora convenida navegando un mar de cábalas.
Las desgracias familiares estaban descartadas, algo de esa importancia habría llegado al palacio de Hyrdaya. Tampoco contaba con un levantamiento de su «condena», ya que en ese tema la última palabra recaía en el monarca humano. ¿Cuál era, pues, el contenido de ese misterioso mensaje? ¿Algún otro tipo de desgracia? ¿Algo tan terrible que debía ser transmitido solo entre miembros de su especie?
En esas había pasado la tarde hasta que finalmente cedió a la impaciencia y regresó a la taberna, a esperar allí el regreso de la elfa. Fuera, la tibieza del ocaso le dio la bienvenida a unas calles bastante más concurridas que al mediodía. Cientos de nobles y burgueses partían hacia las celebraciones propiciadas por la proximidad de la boda real. Un vasto caudal humano recorría las principales arterias de la ciudad, alimentándose de afluentes menores hasta desembocar en palacio, en cuyos jardines disfrutarían de bailes y banquetes hasta altas horas de la noche.
Rebasado el palacio, el paisaje varió pero no la concentración de gente. A ambos lados de la calle se posicionaban ahora carros que exponían sus entrañas repletas de mercancías a los transeúntes. Entre la marea humana, el ojo experto de Elandir descubrió aquí y allá carteristas, tahúres y gente de similar o peor calaña. Aquellos con los que cruzaba la mirada rápidamente desaparecían de la vista, pero sabía que solo conseguía una victoria temporal, ya que no tardarían en reaparecer en otro punto de la zona, con nuevas ropas y puede que incluso con nuevo rostro.
Si la calle le pareció atestada, debería buscar un nuevo adjetivo para describir el interior de la taberna. Una desmesurada cantidad de cuerpos se hacinaban en ella de tal manera que era imposible discernir el color del suelo. Abriéndose paso con una mano mientras se aferraba a su bolsa con la otra, Elandir llegó hasta la barra. Estiró la cabeza por encima del gentío buscando a Kerajêen, pero no la veía por ningún lado.
—¡Eh! —llamó hasta que consiguió que una camarera le atendiera—. Dile a tu jefe que Elandir está aquí y quiere verle. ¿Hay alguna mesa donde pueda esperarle?
La camarera señaló hacia una mesa con las sillas volcadas sobre ella y atadas unas a otras formando un círculo. Elandir desató una de las sillas y se sentó. Golpeó la mesa con su dedo índice para, progresivamente, ir agregando distintas partes de su cuerpo a la tarea, hasta acabar ejecutando una complicada secuencia de percusión con los dedos de ambas manos, acompañada por un taconeo nervioso de su pierna derecha. Cuando se percató, se cruzó de brazos y cesó su rítmica espera. Hacía tiempo que no sentía semejante ansiedad, y aunque a un nivel superficial lo achacaba a las noticias de su padre, en su interior sospechaba que el volver a ver la sonrisa de Kera influía. Casi agradeció la llegada del tabernero.
—Buenas noches, señor Elandir, es una inesperada alegría verle de nuevo por aquí tan pronto. Debería ir pensando en abrirle cuenta de cliente, ¿no le parece? —le sonrió cómplice.
—Buenas noches —contestó Elandir—. Veo que el negocio marcha.
—Os lo dije, señor, ¿no os lo dije? Una semana magnífica, sí señor. Ahora comprenderéis por qué no podía permitir que un estúpido altercado me hiciera perder ni un solo día.
—¿Por qué no me habías dicho que tenías una elfa trabajando para ti?
—¿Yo? —El rostro del tabernero pasó de la sonrisa conciliadora a un sorprendido candor—. Bueno, no pensé que debiera. Quiero decir, no es nada ilegal, ¿no, señor?
—No, no lo es —concedió Elandir; tremendamente inusual, sí, pero no ilegal.
—Aunque ya sabes que me gusta estar informado de cualquier cosa que pase en la ciudad —continuó—. Una elfa no es algo que se vea todos los días por aquí. ¿Desde cuándo trabaja para ti?
—Hará una semana que llegó —dijo el dueño—. Me vino muy bien, ya que con el aumento de la clientela por la boda estamos faltos de personal. Y el ajetreo de esta semana me ha impedido comentaros nada al respecto, señor.
Elandir chasqueó la lengua.
—¿Te ha dicho de dónde viene?
—¿A mí? Oh, no, señor, solo pregunté si tenía problemas con la justicia y si sabía servir mesas, nada más.
—De acuerdo. No tardará en llegar, en cuanto la veas dile dónde estoy.
El tabernero se perdió de nuevo en la vorágine de cuerpos, retomando Elandir su solitaria espera. Buscando un escapismo que la amenizara, dejó que sus pabellones auditivos recogieran cuantas conversaciones se encontraran en su radio de acción.
… una oveja, eso me dijo…
… el Caballero Dragón participará…
… espero que al menos se lave las manos después de mear en nuestras cervezas…
… como si hubieras visto al Caballero Dragón, tú o alguien…
… ¿La morena? Deberías ser menos ambicioso…
… déjalos que disfruten, el Caballero Dragón sabrá darles lo que merecen…
… Caballero Dragón…
… Caballero Dragón…
Elandir cesó la escucha. Por si no hubiera ya bastantes preocupaciones no paraban de surgir nuevas, y ésta era particularmente intrigante. Cuando pasara por palacio debería hablar con Dunrel por si él disponía de información al respecto.
Pero eso sería en otro momento, ya que de entre el gentío surgió la esbelta silueta que había poblado sus pensamientos toda la tarde.
—Señor Elandir, un placer volver a verle. —Él se levantó para saludar y ofrecerle el asiento—. Qué caballeroso, muchas gracias —dijo ella con sorna.
—Kera, tenemos que hablar —comenzó Elandir sentándose a su lado—. Esta mañana me habéis mentido.
—Culpable. —La elfa se llevó la mano al pecho—. Vamos, no me miréis así, fue una mentirijilla inocente. Esta mañana no os conocía, y antes de deciros la verdad sobre mi presencia aquí decidí jugar un poco e inventarme una historia.
—Muy divertido, pero ahora me gustaría oír la verdad.
—Tan guapo como aburrido, tal como me dijeron —resopló Kera—. Está bien: como os dije esta mañana, vengo a dejaros un mensaje de vuestro padre.
—Dádmelo, pues.
—Me temo que no lo llevo encima. Oh, tranquilizaos, por favor —reaccionó Kera al enfado de su contertulio—. Pensé que era mejor que dispusiéramos de un poco de intimidad, nunca se sabe qué ojos pueden estar observando y más en este antro.
—Muy bien —cedió Elandir—, lo seguiremos hablando fuera. Respecto a mi encargo, ¿localizasteis a los hombres?
—Ya lo creo que sí. —Kera miró por encima del hombro de Elandir—. De hecho, no tenéis más que giraros y los veréis. No con tanta brusquedad, disimulad un poco; girad más lentamente, más… ¿Veis aquella mesa al lado de la ventana?
Elandir asintió; en la mesa se encontraban bebiendo cuatro individuos de tosca apariencia.
—Pues esos son vuestros hombres. Estuvieron un buen rato sentados hasta que la pelea comenzó, momento en que fueron directos a atacar a los guardaespaldas de los nobles. Y ahora, si me disculpáis, debo regresar a mis glamurosos deberes.
Kera se levantó, apartó la silla con un movimiento de cadera y regresó a la barra. Elandir, por su parte, continuaba estudiando a los ocupantes de la mesa. A primera vista, no los relacionó con ningún tipo de actividad criminal. De su aspecto dedujo que debían dedicarse a algún trabajo eminentemente físico, y de sus ropas que se trataba de uno no muy bien remunerado. Si alguien buscaba los servicios de unos matones a un precio económico, aquellos parecían los candidatos adecuados.
Se abrió paso a empujones hasta la mesa. Al verle llegar, los hombres callaron y le observaron.
—Buenas noches, caballeros —dijo Elandir, de pie entre dos de ellos—. No es necesario que se levanten, solo voy a hacerles unas preguntas.
—Buenas noches a ti, elfo. No es necesario que te sientes, no vamos a contarte una mierda.
Un coro de carcajadas celebró la respuesta mientras Elandir trataba de mantener la compostura. El que había hablado, un hombre alto con la cabeza sembrada de mechones de pelo negro, le miraba burlón con su único ojo sano, ya que el otro estaba nublado por una sustancia lechosa. A su derecha se sentaban dos muchachos, uno sobre la edad de Elandir siendo el otro bastante más joven; la semejanza en sus rasgos hacía suponer que eran hermanos. Un robusto, grasiento y no especialmente agraciado ejemplar de ser humano completaba el lote.
—Quizás debería haber empezado presentándome —continuó Elandir cuando las risas cesaron—. Caballeros, mi nombre es Elandir, soy el capitán de la guardia de la ciudad, y como tal les pido que contesten mis preguntas.
—¿Capitán? Claro, y yo soy el comandante, y aquí mi compadre es el jodido Rey en persona. —Una nueva oleada de risas se estrelló contra el ego de Elandir—. No quisiéramos ofender, elfo, pero si de veras eres el capitán, ¿dónde está tu uniforme?
La pregunta le escamó. Estaba seguro que toda la ciudad, y aquellos cuatro no serían una excepción, conocía al elfo capitán de la guardia. Por otra parte, el despojo de sus privilegios no era todavía de dominio público, por lo que era imposible que unos ciudadanos como ellos lo supieran o lo utilizaran contra él con tanta confianza.
—Me temo que no ha comenzado aún mi turno, pero no debemos dejar que un tecnicismo oculte el hecho de que, como representante del Rey, deben colaborar conmigo en todo lo que les pida, ¿no están de acuerdo?
—Hay quien dice que tu turno ha sido pospuesto indefinidamente, elfo —dijo el hermano mayor.
Elandir reprimió una sonrisa.
—¿Y quién, si puedo preguntar, dice tal cosa?
El hombre calló de inmediato y miró a uno de los que todavía no había abierto la boca.
—Gente, nadie en concreto —intercedió el tuerto, retomando la conversación—. Es solo un rumor, pero por lo visto tiene parte de verdad.
—Para ser sinceros, tiene toda la verdad —admitió Elandir—. Y en efecto, nada os obliga a contestar las preguntas de un ciudadano de a pie, pero permitidme apelar a vuestra conciencia ciudadana y buena fe para obtener vuestra colaboración. Además —añadió—, puede que yo haya perdido mi autoridad, pero podéis estar seguro de que mis amigos de la guardia la conservan, y no estarán muy complacidos de saber que os habéis negado a ayudar a un compañero.
La relajada confianza mostrada hasta ese momento se desvaneció de sus caras. De nuevo, el tuerto se erigió en portavoz.
—Muy bien, puedes preguntar, pero desde ya te digo que te equivocas de hombres: somos unos simples estibadores descansando tras un duro día de trabajo, nada que sea asunto de la guardia.
—No, pero sí lo es aceptar dinero para atacar a invitados de palacio. De hecho, el coste puede ser superior a lo que podáis permitiros.
—Eso es mentira, nosotros no hemos atacado a nadie.
—He hablado con varias personas que os vieron, algunas de las cuales tienen bastante credibilidad para su Majestad —faroleó Elandir—. No os preocupéis, no voy a deteneros, siempre y cuando me digáis quién os lo encargó.
—El nombre no nos lo dijo —dijo el hermano menor tras un silencioso intercambio de miradas entre los cuatro—. Se acercó y nos ofreció un buen dinero por el numerito de ayer. Insistió mucho en que solo debíamos ayudar al hombre, sin necesidad de matar a nadie. No vimos nada de malo en sacarnos un sobresueldo y, de paso, sacudir algunos traseros mirtenses.
—¿Dónde os encontrasteis?
—Nos abordó aquí, tal como has hecho tú. Por sus pintas, debe tratarse de algún burgués-culo-gordo. Suele venir a menudo, parece que le agrada el servicio de este local —terminó el joven mientras compartía una sonrisa con su hermano.
—¿Está aquí ahora?
Los cuatro se miraron de nuevo.
—Está —confirmó el mayor señalando hacia otra mesa—. ¿Ves a esa preciosidad de allí? La bola de grasa que usa como asiento es quien nos contrató.
Elandir dejó a los hombres y se dirigió con gesto fastidiado hacia su nuevo objetivo. A unos diez cuerpos de distancia el hombre reparó en él, se levantó derribando mesa, silla y chica, y salió del local. Maldiciendo, Elandir incrementó la presión en el hombro que usaba a modo de cincel para perforar el muro de gente. Alcanzó el exterior a tiempo de ver a su presa desaparecer por una callejuela. Como soldado y elfo, poseía una excelente forma física, mientras que su objetivo se había desfondado antes de abandonar la taberna. La persecución apenas se prolongó un par de bloques antes de finalizar en un callejón sin salida.
Elandir echó mano a su espada y agarró un puñado de aire en su lugar. Deseando haber pensado más en su seguridad que en cumplir las leyes de su suspensión, se dirigió desarmado hacia el sospechoso, tratando de proyectar seguridad en sus ademanes.
—Es inútil que corra, sabemos quién es y lo que ha hecho, no puede huir.
—¡No, no es cierto! ¡Yo no he hecho nada! —El hombre cayó de rodillas, implorante.
—Vamos, tranquilícese —dijo Elandir—, no voy a hacerle daño, pero necesito que conteste a unas preguntas. ¿Por qué pagó a esos hombres para ayudar a un criminal en la pelea de ayer?
—Yo no pagué a nadie, no conozco a ningún criminal ni sé de lo que me está hablando —balbuceó—. Déjame en paz, soy un ciudadano importante de esta ciudad. Te lo advierto, elfo.
—Elfo Capitán de la Guardia —puntualizó Elandir—. Unos matones me han asegurado que les pagasteis para provocar una pelea contra diplomáticos de Mirtis.
El hombre se derrumbó y comenzó a sollozar.
—No, no es cierto, soy inocente. Yo solo soy un comerciante, ni siquiera estaba interesado. Fue el elfo, sí. Ese maldito elfo oscuro es el culpable de todo.
—¿Elfo oscuro? —El anhelo prendió en Elandir—. ¿Qué elfo oscuro?
—Agural, dijeron que se llamaba Agural. Ellos me obligaron, me pusieron en contacto con él y me obligaron a hacer lo que me pedía. Dijeron que era lo mejor para nuestros negocios. Lo siento, de verdad, cuánto lo siento.
—¿Quiénes son ellos?
—Creo que ya has agotado tus preguntas de hoy, elfo —sonó una voz a su espalda.
Al girarse, Elandir descubrió a los cuatro hombres de la taberna de pie frente a él, bloqueando la salida. En sus manos refulgía el acero. Su prisionero recuperó milagrosamente las fuerzas y se escabulló entre ellos sin dejar de disculparse.
—Bajad las armas ahora mismo —dijo Elandir mientras retrocedía con cautela—. Soy miembro de la guardia y un invitado personal del Rey, si me dañáis pagaréis con vuestra vida.
—Alguien no va a salir vivo de aquí, en eso llevas razón —rió el tuerto—. Verás, elfo, en estos callejones los galones y credenciales no relucen como debieran. No tanto como el acero, por ejemplo.
—Nadie te verá, nadie lo sabrá, nadie te encontrará —coreó otro—. Eres nuestro, elfo.
Elandir vio interrumpida su retirada por un objeto indeterminado. Palpándolo a ciegas lo identificó como un tonel lleno hasta los bordes de agua y desperdicios. Agarró un trapo cercano y lo sumergió en el líquido.
—¿También os van a pagar por esto?
—Sí. Oh, sí. Y cómo. —El esbirro avanzó hacia él con el cuchillo por delante—. La pelea nos dio para unas semanas de lujos, tu cabeza nos sustentará durante mucho, mucho tiempo.
Acabada la frase se inclinó hacia adelante para asestar un golpe fatal. Elandir sacó el trapo empapado y lo hizo restallar como un látigo. Los elfos no solo poseían unos oídos más afinados que los humanos, también el resto de sus sentidos eran más agudos, lo que les proporcionaba una serie de ventajas aplicables en multitud de ámbitos. Su visión superior, por ejemplo, les dotaba de una excelente capacidad de cálculo de distancias y trayectorias, que hacía de ellos los arqueros más temibles de Vitalis. En esta ocasión, Elandir calculó su golpe para que el trapo, cebado con la energía cinética y la masa del líquido, alcanzara su máxima longitud justo cuando la punta del mismo tocara el ojo sano de su oponente. El impacto provocó que el globo ocular se constriñera, sin llegar a estallar pero despegándose por un instante de la cuenca antes de recuperar su forma. El shock hizo que el hombre cayera hacia atrás, cubriéndose la cara entre gritos de dolor.
Mientras sus enemigos quedaban petrificados por la sorpresa, Elandir lanzó un nuevo latigazo, esta vez contra el brazo armado del hombre más cercano. El trapo impactó a la altura de la muñeca y dio un par de vueltas a su alrededor, fijándose con fuerza. Elandir tiró de la tela hacia él, desequilibrando a su adversario. Le agarró mano y arma con la diestra, situó la izquierda en la parte interior de su codo, y le dobló el brazo como si fuera una sábana. La llave impulsó la cuchilla hacia la cara del atacante, donde se introdujo con un crujido óseo. La maniobra terminó con el hombre derrumbándose contra el barril y desparramándose ambos por el suelo.
Los dos asaltantes que quedaban, los que había identificado como hermanos, decidieron guardar mejor las distancias. A pesar de su buen inicio, Elandir se encontraba aún desarmado y en inferioridad numérica. Intentó agacharse a recoger uno de los cuchillos, pero sus oponentes avanzaron rápidamente para impedirlo. Retrocediendo de lado, con cuidado de no cruzar las piernas para no tropezar, trató de utilizar la angostura del callejón a su favor: interrumpía intermitentemente su retroceso, haciendo que sus oponentes se lanzaran al ataque deseosos de acabar la pelea, y lo reanudaba en el último momento, esquivando las acometidas. Al tratarse de dos simples estibadores, sin formación militar, no tardó en surgir la ansiedad en ellos. En uno de esos amagos ambos atacantes avanzaron a la vez, chocando sus hombros. El mayor perdió los nervios y empujó a su hermano contra la pared. Elandir, anticipando ese momento, lanzó un puñetazo al costado desprotegido, aplastando carne contra hígado. El hombre se dobló sobre el impacto y perdió la verticalidad. Elandir proyectó su rodilla hacia la caída del cuerpo, con la suerte de alcanzarle en la cara y partirle la mandíbula.
Tres de cuatro. El combate quedaba ahora igualado, pero por desgracia el callejón terminaba y con él el espacio necesario para esquivar los ataques. El último matón avanzaba cauto hacia un Elandir al que solo quedaba utilizar la pared para impulsarse, e intentar clavar algún golpe en su adversario antes de que éste hiciera lo propio con su daga.
—¡Señor Elandir!
Ambos luchadores buscaron el origen de la voz: en la boca del callejón lucía ahora una inesperada presencia femenina. Elandir aprovechó el desconcierto de su adversario para golpear con maestría su nariz. El golpe fue de abajo a arriba, provocando al impactar que el triángulo óseo se desprendiera de su posición y viajara hacia el interior del cráneo, hasta quedar incrustado mullidamente en el cerebro. Un hombre comenzó un viaje hacia el suelo y un cadáver lo completó.
—Kera. —Elandir avanzó a trompicones entre los cuerpos diseminados por el suelo—. ¿Qué haces aquí?
—Os buscaba para daros el mensaje y me dijeron que habíais salido. No fue difícil localizaros. —Kera miró a los cuerpos—. ¿Están muertos?
—Algunos. —Elandir cogió a la elfa del brazo y la guió fuera del callejón—. Volvamos a la vista, pueden tener algún amigo esperando y quizás éste sí sepa luchar.
Caminaron hasta una calle ancha y se mezclaron con el gentío. Elandir avanzaba en silencio, escudriñando hosco los alrededores. Kera le seguía espoleada por los tirones que le daba a su brazo.
—Me estáis haciendo daño —le dijo—. Parad ahora mismo. ¡Elandir!
Él la miró como si fuera la primera vez que la veía. La arrastró hacia un lado de la calle y la acorraló contra la pared.
—Fuiste tú —escupió con furia—. Una elfa que llega a la ciudad justo a tiempo de entrar a trabajar en la posada donde se produce la pelea, y que resulta ser la único testigo que puede ayudarme. Que conveniente, ¿verdad?
—No entiendo a qué os referís —contestó Kera con un tono que a Elandir se le antojó impostado—. Me estáis haciendo daño, si no paráis enseguida voy a gritar.
—Grita, tengo curiosidad por ver quien responderá. ¿Más matones de medio pelo? ¿El hombre de la erupción? ¿O ese jodido elfo oscuro, quizás? —Elandir la empujó contra la pared y acercó su cara hasta que ambos rostros estuvieron casi en contacto. El perfume intoxicó todo su ser—. Adelante, grita.
Kera respondió a la violación de su espacio personal con un fuerte empujón al que acompañó, cuando tuvo distancia para cargar bien el brazo, de una sonora bofetada. Elandir retrocedió, parpadeando perplejo.
—¿Os habéis vuelto loco? —chilló ella—. Ya os dije que fue vuestro padre quien me mandó aquí, en mi casa tengo el mensaje que me confió para que os lo entregara. Por eso estoy en la ciudad: no conozco a nadie aquí, mucho menos a un elfo oscuro, y la única persona en la que creía poder confiar acaba de darme motivos para dejar de hacerlo.
Elandir miró a Kera: sus ojos echaban chispas y su rostro había perdido la jovialidad. Avergonzado por su comportamiento, bajó la mirada antes de responder.
—Perdóname, Kera —se excusó—. Son los nervios. Si no hubieras aparecido puede que yo ahora, bueno, no estuviera aquí.
—De nada —dijo ella ceñuda—. Y ahora que estáis de nuevo entre nosotros, tal vez sea buena idea que digáis un sitio al que dirigirnos.
—Debo regresar a mi casa. Es una especie de escondite, no deben saber que estoy allí; pernoctaré y mañana pasaré revista a algunas caras y nombres. Pero antes, ¿dónde está mi mensaje?
—En casa lo tengo; no os preocupéis, no está lejos. Seguidme.
Tras caminar un trecho alcanzaron su destino: una humilde casa de adobe situada entre un pajar y un molino medio derruido.
—¿Aquí vives? —preguntó Elandir.
—Bueno, no he podido encontrar nada mejor —contestó ella—. Suerte tuve, tal y como está la ciudad, de encontrar aunque solo fuera esto.
—No me parece seguro.
—Sé cuidarme sola, muchas gracias. —Combinó un giro de la llave con un empujón de hombro para abrir—. Esperad un momento y os daré vuestro mensaje. O si preferís entrar…
La expresión de Elandir dejaba bien claro que, entre todas las frases que esperaba oír, aquella ni siquiera era un descarte.
—No, gracias. No hoy, al menos —dijo mientras confiaba que la penumbra ocultara el rubor que sentía brotar en su rostro.
—No sois nada divertido —sonrió ella, entrando en la casa y volviendo a salir al instante con el mensaje. Elandir cogió el rollo y lo examinó: el cierre estaba intacto, y el lacrado correspondía sin duda al sello de su padre. Lo rompió y leyó el contenido mientras Kera respetaba su intimidad.
—Supongo que no servirá de nada, pero debo intentarlo: ¿qué pone?
—Lo siento, es personal —se excusó Elandir.
—Cómo no —bufó ella torciendo el gesto—. Muy bien, pues si ya hemos terminado debería volver antes de que me echen en falta.
—¿Vas a seguir trabajando? —preguntó él— Creía que habías venido a darme el mensaje.
—Siento herir vuestro orgullo masculino, pero vos no sois el único motivo de mi presencia aquí —se burló ella—. No todo lo que os conté esta tarde es falso, la parte donde me fugaba de casa, por desgracia, es cierta. Debo empezar a buscarme la vida en este mundo, y esa taberna es un lugar tan bueno como cualquier otro para empezar. Bueno, no, no lo es, pero ya me entendéis.
—Si necesitas ayuda, dinero, alojamiento, cualquier cosa…
—Gracias, noble señor, pero como os he dicho, puedo arreglármelas sola. Buenas noches. —Kera le sonrió y se marchó. Elandir observó su partida antes de regresar a casa. Aun con el esfuerzo físico y la fatiga que la bajada de adrenalina iba a provocarle, dudaba mucho de poder conciliar el sueño. Sus sospechas estaban corroborándose, alguien estaba maquinando un complot y, aunque el objetivo era aún desconocido, comenzaban a acumularse los indicios de que se trataba de algo importante. Como el que tenía en el bolsillo.
Sacó de nuevo el pergamino, y releyó el mensaje que había azuzado más sus temores sobre lo que estaba sucediendo que todos los acontecimientos de los últimos días, el mensaje compuesto por una solitaria palabra, escrita en la inconfundible caligrafía picuda y firme de su padre:
«Regresa».