Dragones Negros | Capítulo 2

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02.
Historia de taberna

 

—Cuénteme lo sucedido y, por favor, intente ser breve.

Los curiosos se agolpaban a ambos lados de la calle, tratando de atisbar a las figuras que conversaban frente a la taberna a través de los guardias que los rodeaban.

—Sí, señor. —El tabernero alternaba la mirada del interior de su local a la muchedumbre congregada. Se frotaba las manos nervioso, sin decidirse a comenzar.

—Tranquilo, puede hablar con toda libertad, esta conversación quedará entre nosotros. Cuénteme lo sucedido —volvió a pedir su interlocutor.

Aquella estaba siendo una noche muy larga: los festejos por la inminente boda del príncipe habían provocado que la ciudad multiplicara su población durante unos días, lo que unido a la política de austeridad mantenida por sus superiores («¿por qué doblar el número de guardias, pudiendo doblar sus turnos?»), exigía a los mandos un esfuerzo extraordinario para prevenir deserciones y sofocar algún que otro intento de rebelión entre sus subordinados.

Como Capitán de la Guardia de Hyrdaya, Elandir intentaba ser un ejemplo para el cuerpo. Aquel era su octavo turno consecutivo, y uno especialmente agotador, en el que el desgaste de tantos días mediando en innumerables altercados le empezaba a pasar factura. Estaba a punto de terminarlo cuando oyó unos gritos y ordenó a sus hombres que le siguieran para investigar la causa. Ahora lo único que deseaba era resolver la situación para irse a dormir de una maldita vez.

—Bien, sí. Bien, señor —comenzó el tabernero—. Verá, dirijo esta taberna desde hace más de quince años, y siempre ha sido un ejemplo de orden en la ciudad, un lugar donde la gente puede beber y charlar reposadamente. Un sitio respetable, señor.

Elandir miró hacia el cartel de la puerta, donde sobre el dibujo de una mujer tumbada en posición insinuante figuraba el nombre del local: «El reposo del guerrero».

—Comprendo —dijo al dueño—. Continúe, por favor.

—Sí, señor. No tengo que decirle que esta semana está siendo especialmente buena para el negocio. Los clientes (muchos de ellos, señor, nobles y miembros de la realeza venidos de todos los rincones de Vitalis) abarrotan el local a diario. No hay jornada que cierre antes del alba, y que aún así no lamente el tener que hacerlo. Una semana excelente, sin duda; si la buena fortuna me regalara tan solo un puñado de estas cada año, quizá podría ganar lo suficiente para realizar mi sueño de…

Elandir clavó su mirada en los ojos del tabernero.

—Co-co-como decía, señor —balbuceó éste—, teníamos el local atestado cuando entró ese hombre. De haberme fijado, jamás habría permitido su entrada, pero el tener yo que atender a tanta gente le proporcionó acceso franco a la barra, donde se acomodó y empezó a pedir cerveza a las chicas… las camareras, señor.

—Obviamente. Continúe.

—No sabría decirle el tiempo que estuvo allí, bebiendo en soledad; era fácil pasar por alto su presencia, ya que no daba señales de actividad. Por lo menos, no hasta el incidente.

—¿Qué ocurrió con exactitud?

—Bien, señor, como le decía, no es raro la presencia de gente de alta alcurnia en el local. Esta noche, unos nobles de Mirtis, acompañados por sus escoltas, esperaban mesa mientras mantenían una animada conversación sobre el próximo enlace entre la heredera de su reino y nuestro querido príncipe. En un momento de la charla, el hombre se incorporó y se dirigió hacia ellos.

—¿Y?

—Una vez a su lado, preguntó a uno de los nobles por qué le alegraba tanto que su princesa se casara con un… un bastardo, señor, así lo dijo. Un bastardo sin derecho alguno a sentarse en el trono.

Una osadía que le costara una noche en prisión y una muerte casi segura —pensó Elandir.

—¿Esas fueron sus palabras?

—Sus palabras exactas, señor. Lo sé porque en ese momento yo pasaba cerca y casi se me cayó la bandeja al oírlo. Los nobles le miraron asombrados mientras sus escoltas empuñaban las armas. Intenté calmar los ánimos, ofreciendo cerveza gratis a los presentes y bromeando sobre las inconveniencias que el abuso del alcohol acarrea, mientras indicaba a una de las ch… camareras que preparara una mesa a los señores.

—¿Funcionó?

—Bien, en parte, señor. Los nobles volvieron a sonreír, aceptando de buen grado las bebidas, mientras el extraño regresaba a su rincón; iba a pedir al vigilante que lo echara a la calle cuando uno de los mirtenses exclamó que la pureza de sangre de nuestro querido príncipe le da derecho suficiente a sentarse en el trono.

—¿Y entonces?

El tabernero miró al suelo.

—Entonces fue cuando el hombre se volvió hacia él y le dijo: «La sangre de ese malnacido es tan pura como la meada que echaré mañana al levantarme». Dicho esto, le vació la jarra en la cabeza.

Elandir cerró los ojos y reprimió un suspiro.

—Muy bien, puedo imaginar el resto. Gracias por su cooperación. —Despachó al tabernero con un gesto y miró hacia el interior del local. Las pocas velas que quedaban encendidas iluminaban a medias el caos reinante: mesas volcadas, botellas rotas, cuerpos desperdigados por el suelo… Apoyado en la barra, el instigador de la pelea, y único integrante de la misma que permanecía consciente, apuraba los últimos tragos de una botella. Era un hombre joven y corpulento, de rizada melena negra; los restos de camisa que habían sobrevivido a la contienda le colgaban a jirones de la cintura, dejándole desnuda la parte superior del cuerpo y descubriendo una extraña erupción que le nacía en el cuello y se extendía por el pecho hasta su brazo derecho.

Pobre diablo. Elandir avanzó en su dirección, deteniéndose al pisar unos cristales. Al oír el ruido, el hombre le miró.

—Buenas noches. Soy Elandir, Capitán de la Guardia de Hyrdaya; en nombre del Rey, queda detenido por destrozar una taberna, agredir a invitados de palacio, y conspirar contra la Corona. Acompáñeme, por favor.

El extraño siguió observándole en silencio hasta que, repentinamente, estalló en carcajadas.

—¿Es una broma? —dijo, recuperando el resuello—. ¿Desde cuándo dejan vestir el uniforme de la Guardia a un jodido come-flores?

Elandir apretó los labios para reprimir su reacción. Aunque aquel no era el primer comentario despectivo que le dedicaban por su procedencia élfica, no podía evitar sentir una pequeña punzada de ira en todos y cada uno de ellos. Supongo que uno nunca llega a acostumbrarse al odio que engendra la ignorancia —pensó.

—La veracidad de mi cargo queda exenta de toda duda por el uniforme que visto y los documentos que porto, firmados por el Rey de Hyrdaya en persona —respondió—. En virtud de dicha condición, le detengo por las faltas anteriormente expuestas y le insto de nuevo a acompañarme, si tiene la bondad…

… so cabrón —añadió para sí.

No tenía sentido perder el control, ya que la extrañeza del hombre estaba justificada: la Guardia de Hyrdaya estaba compuesta casi exclusivamente por humanos, y Elandir constituía la totalidad de ese «casi»; su pertenencia al cuerpo se debía a los contactos diplomáticos mantenidos entre su padre, uno de los Altos Elfos que gobernaban su raza, y el Rey de Hyrdaya.

Hacía ya seis años desde que comenzaron las reuniones entre ambos, en las que el Monarca trataba de engatusar a los elfos sustituyendo las habituales amenazas por promesas de tierras y riqueza. En una de ellas, ofreció como gesto de buena voluntad acoger a un hijo de los Altos en Hyrdaya, donde se le educaría al modo de los humanos. Rechazar dicho ofrecimiento habría sido interpretado como un desprecio a su persona, por lo que Elandir fue escogido como invitado del Rey, alojándose en el castillo desde entonces y liderando la Guardia a los dos años de su llegada.

Esa frase, sustituyendo «invitado», «alojándose» y «llegada» por «rehén», «enclaustrándose» y «condena», resumía su sentir al respecto. El honor y la responsabilidad hacia su pueblo era lo único que le impedía degollar a sus compañeros y huir de ese hediondo avispero sobredimensionado para regresar a su hogar, en el bosque de Qite; había hecho el juramento, y debía servir hasta su muerte, la del Rey, o el fin de su mandato.

—Mmmmmmm, recuerdo la pelea. Bastante buena, la verdad —dijo el hombre, rascándose el pecho—. Admito también la destrucción de la taberna, aunque ahí he de compartir el mérito con estos parroquianos. —Señaló con la botella los cuerpos en el suelo—. Sin embargo, debe ser por el alcohol, pero no recuerdo ninguna conspiración…

—Un testigo ha informado de duras palabras contra el príncipe, salidas de vuestra boca poco antes de iniciarse la contienda.

—¡Maldita sea! —contestó el otro, riendo—. No sabía que fuera un delito describir a ese bastardo.

—Señor, empeoráis vuestra situación.

—¿En serio? —El desconocido entrecerró los ojos y le miró con la boca quebrada en una sonrisa inquietante—. ¿Usaréis estas palabras contra mí en el juicio?

Por lo menos, su cerebro no está destruido del todo —pensó con tristeza Elandir.

—No me corresponde cuestionar la justicia del Rey, solo asegurarme de su cumplimiento. Por última vez, acompáñeme.

—¿Y si me niego?

—Entonces, tendré que obligarle por la fuerza. —Elandir empuñó su arma, pero no la liberó de la vaina; desde el comienzo de la conversación había algo que le rondaba la cabeza.

—¿Por qué no ha huido? —preguntó al fin—. Ha tenido tiempo de sobra desde el final de la pelea hasta mi llegada. ¿Por qué quedarse aquí?

El desconocido levantó la botella.

—El ejercicio me ha dado sed —dijo, sonriendo de nuevo—. Muy bien, niña; veamos lo que sabes hacer.

De un único y veloz movimiento el hombre tiró la botella, recogió una espada del suelo y se enderezó, listo para el combate. Elandir trató de reaccionar, pero su contrincante fue más rápido: antes de que pudiera desenvainar saltó hacia él, se detuvo a medio camino, vomitó con fuerza y se desplomó; al poco, comenzó a roncar.

Elandir se quedó mirándolo, con la espada adornando su mano. Un final muy adecuado —pensó mientras regresaba el acero a la funda—. Tras esta noche, ni ver a Ölün anidando en mi ventana me extrañaría. —Llamó a dos de los guardias que esperaban fuera—. Vosotros, llevad a ese hombre al castillo y encerradlo.

—Joder, ¿qué es esa cosa de su pecho? —dijo el primero.

—Yo no toco esa mierda ni por todo el oro de Vitalis —añadió el segundo.

—El próximo que replique lo acompañará a su celda y lo lavará con la lengua —zanjó Elandir—. Yo me retiro por esta noche, quedáis al cargo del prisionero.

En el exterior del local, Elandir observó con extrañeza cómo un mensajero de palacio conversaba con uno de sus hombres.

No. Ambos se giraron hacia él y el guardia le señaló. No puede ser —pensó mientras el mensajero se aproximaba.

—Señor, traigo órdenes del Rey: su Majestad quiere veros en el castillo.

Elandir apenas escuchó las palabras. En su mente, veía la cara del hombre volverse púrpura al estrangularlo con sus propias manos; veía las puertas de Hyrdaya perdiéndose en el horizonte, mientras huía hacia los bosques de su niñez.

—Muy bien, le acompaño —contestó.

Recuerda, hiciste el juramento —se decía a sí mismo mientras echaba a andar tras el mensajero, retirando poco a poco la mano de la espada.

 

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13 comentarios sobre “Dragones Negros | Capítulo 2”

    1. Tres días para el material nuevo, ya nos gustaría que el GRR tuviera mi regularidad :D. Muchas gracias por pasarte, y ya te aviso de que la historia mejora, mucho, mucho.

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Escritor, autor de "Dragones Negros"