04.
Reemplazo
La antecámara de las estancias reales bullía con una actividad inusitada para aquella hora de la noche. La sala, diseñada para albergar a grupos reducidos durante breves lapsos de tiempo, se encontraba atestada por una multitud ansiosa de ser recibida por su Majestad para así poder reanudar su descanso o, si la suerte les era esquiva, completar la tarea que les fuera encomendada lo antes posible. Una larga fila de gente esperaba frente a la puerta de la alcoba, pegándose a la pared para evitar a los criados que la atravesaban y recorrían el pasillo a toda velocidad.
Apoyado contra el muro, Elandir aguardaba su turno. Habían pasado casi dos horas desde que acompañó al mensajero hasta allí, y el cansancio, sumado al parsimonioso avance de la fila, le empezaba a hacer mella. No obstante, él era el Capitán de la Guardia Real y un ejemplo de firmeza para sus hombres; no iba a permitir que el desgaste físico mermara su entereza, por lo que se mantenía firme, alerta y dispuesto.
—Señor Elandir. Oiga. ¿Señor Elandir?
Elandir se despertó sobresaltado al notar que le sacudían el hombro.
—Disculpe, señor. —Se trataba de Rishen, criado personal del Rey—. No pretendía interrumpir vuestra meditación.
Parpadeando para despejarse, Elandir creyó ver una sonrisa en los labios del criado, pero cuando fijó la vista no encontró rastro alguno.
—No te preocupes, Rishen. ¿Qué se te ofrece?
—Solo me aseguraba de vuestra comparecencia, señor; al parecer, su Majestad tiene órdenes urgentes para la Guardia.
—Una hora poco usual, cuanto menos. ¿Y qué es todo este alboroto? —Elandir miró a su alrededor—. Rishen, ¿qué le sucede al Rey para que reúna de madrugada a tanta gente en sus aposentos privados?
La cara del criado palideció de repente.
—Él se… alteró mucho al oír noticias de un… extraño… en la ciudad. Lo siento, señor, pero debo marcharme; su Alteza le recibirá en breve.
Rishen regresó a la alcoba real; suspirando, Elandir se recostó de nuevo contra la pared. Para amenizar la espera, se dedicó a observar a las personas allí reunidas: reconoció a varios mandos del ejército de Hyrdaya, así como unos cuantos consejeros del Rey; había también algunos rostros que no reconocía, y muchos otros que desearía poder olvidar. De entre todos ellos, torció el gesto ante dos: un hombre enorme, calvo y con fino bigote, y un hombrecillo enjuto de estatura media, cuyo pelo negro y ralo le caía sobre la cara, ocultándola por entero a excepción de una enorme nariz aguileña.
Elandir los identificó como Grillete y Espolón, respectivamente; apodos para ocultar su verdadera identidad, una práctica habitual entre los cazarrecompensas. Se rumoreaba que Grillete recibió el suyo al matar a un orco cerrándole dicha herramienta al cuello, algo bastante impresionante ya que el diámetro del cuello doblaba con mucho el del susodicho grillete. En cuanto a Espolón, su origen no estaba tan claro: según algunos, provenía de la destreza con la que maneja el puñal, haciéndolo parecer una extensión de su propio cuerpo, pero había quienes lo ligaban a las descomunales dimensiones de su miembro olfativo, no pudiendo confirmarse la veracidad de dicha teoría porque quienes la compartían se guardaban mucho de enunciarla delante de él.
La presencia de cazarrecompensas en palacio, y más de unos con semejante reputación, hizo inquietarse aún más a Elandir.
—Perdona, chico. ¿Es cierto que a los elfos macho os atan un lazo azul cuando nacéis, ya que es la única manera de que los padres puedan distinguiros de vuestras hermanas?
Elandir se giró hacia la voz; la persona que había hablado, un hombre de escaso pelo rubio y barba canosa, le miraba con las manos reposadas sobre una protuberante barriga, que combinada con una cabeza sorprendentemente esferoidal proporcionaba a su cuerpo una extraña sensación de simetría.
—Señor, mi honor exige contestar esa pregunta en un duelo. Por desgracia —continuó Elandir, palpándole la tripa— no podrá ser, ya que en la Guardia tenemos reglas que nos prohíben golpear a personas en un estado de gestación tan avanzado como el vuestro.
El hombre frunció el ceño y sostuvo su mirada un instante; al poco, rompió a reír a carcajadas.
—¡No está mal, muchacho! —dijo mientras le manoseaba vigorosamente el hombro—. Veo que algunas de mis enseñanzas consiguen penetrar en esas enormes orejas elfas.
—Élficas, Dunrel, élficas. —Elandir se tocó sus puntiagudos pabellones—. Recemos por que tu hijo herede la sabiduría de su madre —finalizó, palmeándole de nuevo la barriga.
Dunrel era el encargado de la guardia durante la noche, su suplente al mando y el primer y único amigo que Elandir había hecho en la ciudad. Servía al Rey desde antes de que subiera al trono, y era el miembro más antiguo del cuerpo. El puesto que ocupaba Elandir le pertenecía por derecho, pero no le guardaba rencor por ello; en la jura de su cargo, Dunrel fue el primero en felicitarle, quizá porque una mirada a sus ojos le bastó para comprender los sentimientos de Elandir hacia el supuesto honor que el Rey le había concedido. Le acogió desde entonces bajo su tutela, enseñándole todo lo aprendido en más de veinticinco años de servicio, reprendiendo con dureza a los hombres que se negaban a obedecer a un elfo, y compartiendo con él un sinfín de buenos y malos recuerdos.
—¿Vienes de hablar con el Rey? —preguntó Elandir.
—Acabo de terminar. Me requirió con urgencia antes de empezar mi turno. Las cosas andan bastante revueltas por aquí.
—Mucho deben de estarlo para justificar ciertas presencias —respondió Elandir, mirando de reojo a Grillete y Espolón—. Muy bien, ponme al día: ¿qué le pasa a su Majestad?
—Bueno, la boda de un hijo es siempre un quebradero de cabeza para cualquier padre —contestó Dunrel —. Además, dicen que se quiere celebrar un torneo previo a la boda.
—¿Un torneo?
—Eso parece. Hasta ahora solo era una idea propuesta por el enviado de Lewe, pero los de Termin y Khus le están respaldando y, obviamente, al regente de Mirtis le agrada la idea de un torneo en honor a su hija, así que mucho me temo que el Rey acabará por ceder…
—… y el príncipe terminará participando…
—Sí —concluyó Dunrel.
—Eso explica que el Rey ande alterado, pero todo esto me parece excesivo.
—Hay más —continuó su amigo—: se ha visto a un elfo oscuro en la ciudad, y están repartiendo la descripción para que le detengamos en cuanto lo veamos. Vivo.
La sorpresa se reflejó en el rostro de Elandir.
—¿Y la ley?
—El Rey quiere interrogar a este: lucía un emblema, un dragón negro, que indica su pertenencia a una organización que su Majestad odia con todo su ser.
—La conozco, pero poco sé con certeza, salvo el tatuaje que llevan sus miembros en el hombro derecho: otro grupo de disidentes descontentos con la política actual, que exigen la abdicación del Rey y su sustitución por un monarca respaldado por el favor del pueblo. Una organización poco numerosa, no especialmente activa ni violenta. No entiendo tanto interés por parte de su Majestad.
—Nadie lo entiende, parece algo personal y dudo mucho que lo aclare.
—Un elfo oscuro que se pasea a plena luz con un dragón negro bien visible —rió Elandir—. Parece el día de los suicidas.
—Creo que ahora eres tú el que debe ponerme a mí al día —le recriminó Dunrel.
—Nada importante: pensaba en el individuo que detuve antes de venir aquí, un borracho que insultó al príncipe y provocó una pelea tabernaria. El pobre diablo se dedicó a vaciar las pocas botellas que permanecían intactas mientras yo llegaba, y acabó desplomado en el suelo al intentar evitar su arresto.
—Un loco, seguramente.
—Seguramente, aunque parecía bastante lúcido a pesar del alcohol. —Elandir se quedó pensativo—. Le he estado dando vueltas y sigo sin comprenderlo. Tenía una extraña enfermedad, quizá fuera la causante de su comportamiento.
—¿Enfermedad?
—Sí, una erupción que no había visto nunca. Le recorría el pecho y una buena parte del hombro dere…
Elandir enmudeció. Tuvo tiempo de maldecirse a sí mismo antes de girarse y echar a correr por el pasillo; desgraciadamente, un criado que venía en dirección contraria se interpuso, provocando que ambos colisionaran y cayeran al suelo.
—¡Maldita sea, Elandir! —dijo Dunrel mientras le ayudaba a levantarse—. ¿A qué ha venido eso?
—¿Elandir? ¿El señor Elandir? —preguntó el criado sin aliento—. A vos os buscaba, señor; vengo de las mazmorras a informaros de una fuga.
Elandir sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
—¿Fuga? —preguntó Dunrel.
—Sí señor: una mujer y el hombre que el señor Elandir detuvo hace pocas horas; forzaron los grilletes, estrangularon al carcelero y desaparecieron.
Elandir estaba paralizado, incapaz de reaccionar. Necesitaba urgentemente algo de tiempo para ordenar sus pensamientos y tratar de…
—Señor Elandir —sonó la voz de Rishen tras él—, su Majestad está listo para recibiros.